por Heinz Joachim Held
El motivo que me impulsó a estudiar este tema fue el tercer artículo de la Confesión de Augsburgo, la cual puede ser considerada como el documento doctrinal básico de las iglesias luteranas en todo el mundo. Como es sabido, fue Felipe Melanchthon, colaborador y amigo de Martin Lutero, el que redactó esa Confesión que en el año 1530 fue leída y entregada en la Dieta de Augsburgo ante el Emperador alemán, como confesión de fe de las congregaciones, pastores y príncipes evangélicos. Más tarde fue incorporada en los llamados libros simbólicos de la Iglesia Luterana (1). De hecho, se puede decir que la Confesión de Augsburgo, junto con el Catecismo Menor de Lutero, representa la exposición clásica de la teología luterana y todavía hoy en día sirve de lazo de unión entre las iglesias luteranas del mundo entero (2). En estos dos documentos se resume de modo excelente la interpretación de la fe cristiana por parte de la Reforma luterana.
El tercer artículo de la Confesión de Augsburgo trata de la cristología; contiene aquello que se predica y enseña en las iglesias de la Reforma luterana acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios. Sigue el esquema del Credo Apostólico que data de la época temprana de la Iglesia Cristiana y con toda probabilidad tiene sus raíces en el credo bautismal de la congregación de Roma. Advertimos aquí el carácter “ecuménico” de la Confesión de Augsburgo y su insistencia en la concordancia con la Iglesia Primitiva entera. No pretende ser el documento de una iglesia particular separada sino que aspira a no presentar “nada que esté en desacuerdo con las Escrituras o con la iglesia católica o con la iglesia romana” como se afirma al final de los artículos doctrinales.
Como en seguida veremos, el tercer artículo, llamado “El Hijo de Dios”, de la Confesión de Augsburgo, contiene varias intercalaciones entretejidas en el texto del Credo Apostólico. Desde luego tales añadiduras no eran concebidas como innovaciones sino como interpretación de la antigua verdad. Por ende no intentan complementar, ni mucho menos corregir, el Credo, sino por lo contrario emplearlo, actualizarlo, y precisamente por ello preservarlo.
Séame permitido citar ahora el texto del artículo en cuestión a fin de facilitar la comprensión de lo que acabo de decir:
“…se enseña que Dios el Hijo se hizo hombre, habiendo nacido de la pura virgen María, y que las dos naturalezas, la divina y la humana, estén tan inseparablemente unidas en una persona que forman un solo Cristo, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre…”.
Esta intercalación explica la encarnación de Jesucristo; o dicho con más exactitud: explica cuál es la mutua relación entre Dios y Hombre en el Hijo de Dios encarnado. Un problema que siempre ha sido un factor de suma importancia en la Iglesia antigua y que fue resuelto por la decisión del Concilio de Calcedonia en el año 451. La resolución de que se trataba de “un solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”, queda incluida en esta primera intercalación con carácter doctrinal para la Iglesia de la Reforma.
Sigo citando:
“…quien realmente nació, padeció, fue crucificado, muerto y sepultado con el fin de ser sacrificio no solo por el pecado hereditario, sino también por todos los demás pecados y expiar la ira de Dios…».
Aquí se da una interpretación de la muerte de Jesús en la cruz que si bien no señala explícitamente a la doctrina decisiva de la Reforma, la justificación por la fe, lo hace no obstante de modo indirecto. Dicha doctrina se presenta en el artículo siguiente, el cuarto, de la Confesión de Augsburgo. En él se dice:
“…que obtenemos el perdón del pecado y nos volvemos justos delante de Dios por gracia, por causa de Cristo mediante la fe, cuando creemos que Cristo padeció por nosotros y que por su causa el pecado se nos perdona y la justicia y la vida eterna se nos otorgan. . .» (3).
Esta segunda intercalación señala categóricamente al hecho de que la enseñanza reformatoria de la justificación tiene un hondo interés cristológico y profundas raíces en la cristología. Cristo es el único autor de la remisión de los pecados. Este es su oficio; más aún: este honor no lo comparte con nadie. Sólo partiendo de esta base es posible comprender el apasionado fervor con que se ha luchado por esta enseñanza de la justificación. Esta no es otra cosa que cristología aplicada, actualizada. En ella no se trataba de algún dogma particular sino de la proclamación verdadera, esencial, de Cristo Salvador, por la Iglesia.
En consecuencia también el famoso “artículo primero y principal” de Lutero referente a la justificación, de los Artículos de Esmalcalda, es un artículo cristológico con el cual —como es sabido- mide y decide todos los demás puntos doctrinales que eran objeto de controversia. Siempre de nuevo se lee en los mismos que “el artículo primero así lo exige”, o bien, que una doctrina determinada “contradice duramente al artículo principal”. Martín Lutero lo formuló de esta manera:
Jesucristo, nuestro Dios y Señor, “murió por nuestros pecados y fue resucitado para justificación nuestra” (Rom. 4). Sólo él es “el Cordero de Dios que lleva el pecado del mundo” (Juan 1); y “Dios le ha cargado todos nuestros pecados” (Isaías 53); ítem: “Todos pecaron, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, en su sangre” (Rom. 3).
Esto es menester creerlo, sin que sea posible alcanzarlo o comprenderlo por medio de obras, leyes o méritos; de lo cual se desprende, de modo indudable, que solo esta fe nos justifica, como el apóstol Pablo dice (Rom. 3): “Nosotros sostenemos que el hombre es justificado por fe, sin las obras de la ley”; además, “para que solo Dios sea justo y justifique a quien tenga fe en Jesús”…
Estas frases de Lutero confirman que la enseñanza reformatoria de la justificación anhela con toda claridad ser una aplicación consecuente y radical de la doctrina del ministerio y de la obra de Jesucristo. Las palabras tan célebres y discutidas “solo por la fe” representan una consecuencia ineludible de la tesis “sólo Cristo” y únicamente pueden ser entendidas en su verdadero alcance en conexión indivisible con ella (4). El énfasis puesto en la palabrita “sólo” sirve para salvaguardar el honor que corresponde únicamente a Jesucristo como salvador; todo lo demás equivaldría a una ofensa a Cristo y con ello, a una blasfemia. Por ello el reformador continúa diciendo:
Apartarse de este artículo, o hacer concesiones dentro del mismo, es imposible; aunque se hundan el cielo y la tierra y todo cuanto desista de permanecer. Pues “ningún otro nombre ha sido dado a los hombres en el que podamos ser salvos…” como dice San Pedro, Hechos 4; y “por sus heridas hemos sido curados…”.
Es evidente, pues, que el “leitmotiv” de la enseñanza reformatoria acerca de la justificación consiste en el hacer valer la honra de Cristo en su Iglesia.
Si volvemos a concentrar nuestra atención en el tercer artículo de la Confesión de Augsburgo hallaremos en el texto que sigue, la tercera intercalación en el desarrollo de las afirmaciones del Credo Apostólico:
“El mismo Cristo descendió al infierno, al tercer día resucitó verdaderamente de los muertos, ascendió al cielo y está sentado a la diestra de Dios, a fin de reinar eternamente y tener dominio sobre todas las criaturas; y a fin de santificar, purificar, fortalecer y consolar mediante el Espíritu Santo a todos los que en él creen, proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y bienes y defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo y el pecado. El mismo Señor Cristo finalmente vendrá tomando forma visible para juzgar a los vivos y a los muertos, etcétera, de acuerdo con el Credo Apostólico».
Esta tercera intercalación explica las palabras: “está sentado a la diestra de Dios Padre”. Porque con ellas se quiere decir que Jesucristo ha iniciado su reino en el mundo y que lo está ejerciendo en la actualidad. Es el modo de gobernar de Cristo que se circunscribe en dicha intercalación. En pocas palabras: consiste en la venida del Espíritu Santo. Y expresándolo con los conceptos dogmáticos tradicionales: aquí se habla del oficio real de Cristo, del mismo modo como antes, al caracterizar el sacrificio de la cruz, se hablaba del oficio sacerdotal de Cristo. Mientras la doctrina de la justificación o soteriología se basa en este oficio sacerdotal de Jesús, la doctrina acerca de la Iglesia o eclesiología se basa en ese oficio real de Jesús. Porque las palabras de aquella tercera intercalación no significan otra cosa que la descripción anticipada de la obra de Jesucristo en su Iglesia. Si bien no figura la expresión “iglesia», es evidente que ésta se compone de aquellos que “creen en él”. Así lo explico Melanchthon en la Apología de la Confesión de Augsburgo: “… la iglesia, en el propio sentido de la palabra, es la congregación de los santos que realmente creen en el evangelio de Cristo y tienen el Espíritu Santo”. Ellos constituyen el reino de Cristo, dado que “Cristo gobierna interiormente los corazones; fortalece, consuela y derrama el Espíritu Santo y toda clase de dones espirituales”. Las palabras son casi idénticas y quieren decir: allí donde Jesucristo gobierna los corazones humanos, allí hay iglesia; y allí donde hay verdaderamente iglesia, allí el gobierno no puede ser de nadie más que de Jesucristo precisamente. De ese modo resulta que, en el fondo, también la eclesiología es cristología aplicada.
Con ello hemos aprehendido el sentido teológico de la tercera intercalación. Si la primera servía para demostrar la conexión con la enseñanza de la Iglesia Antigua, la segunda y la tercera tienen la misión de evidenciar el arraigo y la fuente cristológica de la doctrina de la justificación y de la iglesia; enseñanzas en las cuales -—como habría de comprobarse andando el tiempo-— ya no había concordancia con los adversarios teológicos.
Ahora bien: si al fin de cuentas la enseñanza acerca de la justificación y la enseñanza acerca de la iglesia deben derivarse de la cristología rectamente entendida, el resultado es un nuevo aspecto importante para la comprensión de la correspondencia entre justificación y santificación, problema que, como se sabe, es objeto de múltiples discusiones dentro de la teología cristiana. Si Jesucristo solo, es autor de la justificación, entonces es asimismo el único autor de la santificación de sus fieles. Ejerce su gobierno precisamente con el fin de esa santificación: “… a fin de santificar, purificar, fortalecer y consolar mediante el Espíritu Santo a todos los que en él creen; proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y bienes y defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo y el pecado». En tales palabras de la tercera intercalación del articulo cristológico de la Confesión de Augsburgo puede hallarse una excelente representación de lo que es la santificación. Es una obra que Cristo realiza en sus fieles. Es evidente que en ello, lo mismo que en la justificación, se trata de un don que él concede; entiéndase bien: no un don que le corresponde o correspondería conceder sino que él da de veras. “Debemos saber —dice Melanchthon en la Apología de la Confesión de Augsburgo— que por grande que fuere la multitud de los impíos, la Iglesia existe a pesar de ello (en el sentido del reinado donador de Cristo); y Cristo cumple aquellas promesas hechas a la Iglesia, a saber, remitir los pecados, escuchar las oraciones y dar el Espíritu Santo”, “fortalecer diariamente a los suyos en las pruebas con ricas y eficaces consolaciones y siempre de nuevo alentarlos”.
Aquella intercalación tercera, inesperada y lamentablemente demasiado poco tenida en cuenta, del articulo cristológico de la Confesión de Augsburgo, tiene por objeto inculcarnos sin lugar a dudas que Jesucristo continúa la obra comenzada con su muerte en la cruz, es decir, con la justificación, ahora también mediante la resurrección y su entronización a la diestra de Dios, o sea, mediante la santificación del justificado. Cristo no permanece inactivo en su trono; todo lo contrario: ahora más que nunca está activo en el establecimiento, la defensa, el fortalecimiento y la difusión de su dominio. En esto consiste —cristológicamente expresado— la santificación. Con otras palabras: santificación como obra del Espíritu Santo y el gobierno de Jesucristo guardan una indisoluble correlación. Más aún: ambas designan evidentemente una misma cosa: podría decirse que la santificación es la realización del gobierno de Cristo sobre los creyentes.
Existe una segunda posibilidad de demostrar la correlación teológica entre justificación y santificación, siendo por tanto oportuno y hasta lógico que en el artículo cristológico de la Confesión de Augsburgo, luego de la explicación del significado redentor de la muerte de Cristo, aparezca la mención del gobierno santificador sobre los creyentes. El sentido y la finalidad de la redención cumplida en la muerte de Cristo se encuentra en el hecho de que él se convierte en nuestro Señor. Estas dos palabras “nuestro Señor” constituyen la esencia de la buena nueva contenida en el segundo artículo de fe, tal como lo expresa Lutero en su Catecismo Mayor: “toda la suma de él» (5). Ahora bien: tener un señor significa estar puesto bajo su gobierno; en consecuencia, Jesucristo: “nos ha conquistado y… nos ha puesto bajo su tutela y amparo, como cosa suya y para gobernar y guiarnos con su justicia, su sabiduría, su potestad, su vida y su bienaventuranza”. ¿Para qué sucedió todo: el envío de Cristo, su nacimiento, su calvario y muerte? “Sucedió todo esto para que él se constituyera en mi Señor». En este sentido resulta realmente clásica la explicación del segundo artículo de fe en el Catecismo Menor de Martin Lutero:
“Creo que Jesucristo verdadero Dios… y también verdadero hombre… es mi señor que me ha redimido a mí, hombre perdido y condenado, y me ha rescatado y librado de todos los pecados, de la muerte y del poder del diablo… todo lo cual hizo para que yo sea suyo y viva bajo Él en su reino y le sirva en justicia, inocencia y bienaventuranza eternas…”.
Resulta que esta explicación del articulo cristológico para catecúmenos, en realidad se refiere precisamente a estos tres puntos subrayados por las aclaraciones adicionales del tercer artículo de la Confesión de Augsburgo: la enseñanza de la Iglesia Antigua respecto a la unión personal entre el verdadero Dios y el verdadero hombre en Jesucristo; el sacrificio de la muerte redentora de éste en la cruz, y su gobierno sobre los creyentes. Sin duda alguna este gobierno es la meta de la obra redentora de Cristo. En resumen: así como la única razón de la justificación es la muerte en la cruz de Jesucristo, así también encuentra su verdadero sentido y cumplimiento en la incorporación del creyente en su reino.
Esta incorporación del hombre en la esfera del dominio de Jesucristo se efectúa mediante la obra del Espíritu Santo, o sea, la santificación. La santificación, empero, “consistirá en que seamos llevados a Cristo, el Señor” (Catecismo Mayor). El ser llevados al Señor Jesucristo significa evidentemente que nos toca compartir el tesoro adquirido por él para nosotros, y lograr el beneficio de bienes y dones que él da. También puede decirse que nos servimos de los dones que nos son ofrecidos. Porque el gobierno de Cristo es un gobierno que da en lugar de exigir. Por esta razón, aquel que anhela incorporarse en su reino debe aprender a recibir, a tomar y a saber asir. Con ello, empero, no hemos hecho otra cosa que parafrasear lo que en última instancia los libros simbólicos luteranos comprenden al hablar de la fe. Algunos párrafos bastan para ilustrarlo:
“La fe es el verdadero conocimiento de Cristo, puesto que usa los beneficios de Cristo” (Ap. IV, 46).
“¿Qué es el conocimiento de Cristo sino el conocimiento de sus beneficios y su promesa, como él mismo lo anunció a los hombres y como su evangelio lo anuncia por todo el mundo? Conocer los beneficios de Cristo es propia y verdaderamente creer en él, o sea creer que de seguro se cumplirá todo aquello que Dios ha prometido por Cristo y en Cristo” (Ap. IV, 101).
“La fe justificante no consiste en un mero conocimiento de éste o aquel suceso de la vida de Jesucristo… antes bien… consta en que el hombre asiente a las promesas divinas… Es querer y aceptar la promesa ofrecida. . .» (Ap. IV, 48).
“No consiste en nuestras propias obras, ni en aquellas que nosotros podemos ofrecer u otorgar, ni en nuestros planes y su ejecución, sino… en abandonarse confiadamente en que Dios nos ofrece, otorga y regala el tesoro entero de la gracia en Cristo, hasta que nos colma de él” (Ap. IV, 48, texto alemán).
Como puede desprenderse de estos pocos ejemplos, la fe es muchísimo más que un simple proceso mental (6); asimismo resulta fácil deducir qué es lo que debe entenderse bajo el término “tener un Dios propicio”, a saber, tener un Dios donador. Esto, a su vez, quiere decir que recién ahora teniendo esta fe llegamos a tener verdaderamente un Dios. Es por esta razón que la fe podría circunscribirse a las sencillas palabras: “tener un Dios”, 0 sea, tener un Dios misericordioso, donador; un Dios que realmente se preocupa por nosotros:
“statuimos nos habere Deum, hoc est, nos Deo curae esse” (Ap. IV, 141: dejamos constancia de tener un Dios, es decir, que Dios se preocupa de nosotros).
Y hasta puede decirse:
“El que ya sabe que por Cristo tiene un padre reconciliado, éste conoce a Dios verdaderamente; sabe que Dios cuida de él; lo invoca; en suma, no está sin Dios como los paganos” (CA XX, 24).
Tener fe o conocer a Dios significa entrar en una relación de comunidad con Él. Porque “la fe y Dios son inseparables”, como reza el Catecismo Mayor; no puede haber uno sin lo otro. Allí donde hay fe verdadera también está presente el Dios verdadero (7); en cambio, allí donde son falsas la fe y la confianza, solo puede haber el Dios falso, el ídolo. Si el Dios verdadero es el Dios misericordioso, amparador y donador, la fe verdadera habrá de consistir en recibir, abrazar y tomar; actitud con la que nos apoderamos del ofrecimiento de Dios como válido para nosotros. Se entiende que una fe así, una fe que toma en serio las promesas de Dios y confía en su realización, sea llamada el verdadero servicio divino y la verdadera forma de honrar a Dios (Catecismo Mayor); el cumplimiento efectivo del Primer Mandamiento.
De modo que resulta evidente que solo podemos colocarnos bajo el gobierno de Cristo y permanecer bajo el mismo si nos dejamos ayudar por él, si aceptamos sus dones y así dejarlo gobernar. Desde luego es cierto que “ni por mi propia razón ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, y allegarme a Él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el Evangelio, me ha iluminado con sus dones y me ha santificado y guardado mediante la verdadera fe”, como rezan las palabras del Catecismo Menor. Más importante que las declaraciones negativas son las positivas: sobre la tierra existe un lugar donde se efectúa realmente la acción santificadora del Espíritu Santo dirigida a despertar la fe e incorporar al hombre en el gobierno de Cristo; con pocas palabras: este lugar existe en la Iglesia cristiana, y ello mediante la proclamación de la Palabra de Dios, la predicación del Evangelio.
El artículo quinto de la Confesión de Augsburgo sobre “El oficio de la predicación» explica a este respecto:
“Para que se obtenga esta fe, Dios ha instituido el oficio de la predicación, ha dado el evangelio y los sacramentos. Por medio de éstos, como por instrumentos, él otorga el Espíritu Santo, quien obra la fe donde y cuándo le plazca en quienes oyen el Evangelio…” (8).
No será por casualidad que en la Confesión de Augsburgo se trate con anterioridad, aun a los artículos acerca de la Iglesia (VII y VIII), el cometido que Dios le ha asignado y que es la razón de su ser, a saber, la proclamación del Evangelio mediante Palabra y Sacramento. La Iglesia es el lugar donde Dios derrama el Espíritu Santo por medio de la proclamación y despierta así la fe. En otras palabras: ella es el lugar donde se realiza el gobierno de Cristo, demarcado en el artículo III; esto significa: donde ejecuta su obra santificadora.
En los libros simbólicos luteranos se halla el reconocimiento de un hecho que en nuestros días ocupa un lugar de enorme importancia en la discusión ecuménica: la Iglesia no debe buscar el sentido de su existencia dentro de sí misma; no es un fin absoluto sino que tiene una misión; más aún, en el fondo no es otra cosa que esta misión, la de ser “embajadora de Dios” en el mundo. La proclamación del Evangelio precede a la existencia de la Iglesia; es la medida crítica para esa existencia. Tanto es así que en su Catecismo Mayor Lutero puede usar “Palabra”, es decir, la proclamación del Evangelio, e “Iglesia” como si fueran sinónimos (9). Y al llamarla Lutero “madre de todo cristiano puesto que ella lo engendra y mantiene mediante la Palabra de Dios la cual es manifestada por el Espíritu Santo continuamente”, ella lo es precisamente tan solo en su dignidad de servidora del Evangelio; como servidora de la Palabra de Dios.
Tal vez resulte desconcertante el hecho de que en nuestros libros simbólicos se habla del Espíritu Santo algunas veces como de un don que Dios, o sea Jesús, derraman; y otras veces como de una persona que obra, por así decirlo, con libertad propia. Pese a ello no hay ninguna confusión conceptual en esta dualidad; al contrario: ésta tiene su fundamento en la realidad dada. En primer término se encuentra en el Nuevo Testamento: el Espíritu Santo es un don concedido por Cristo (Hechos 2: 33) y a la vez evidentemente una persona distinta de Cristo (Juan 14: 16-17) que puede ser enviada en su nombre y efectuar la unión con él y su palabra (Juan 14: 26; 15: 26; 16: 13-14). Sin embargo se pone en claro una cosa: al Espíritu Santo no se le puede comprender separado de Cristo; en todos los casos es instrumento, ayudante, colaborador de Jesús, y atado a su palabra. Por ende la obra del Espíritu Santo habrá de consistir sola y exclusivamente en la realización del gobierno de Cristo, independientemente de que sea interpretado como don o como persona. Aun en este último caso no tiene libertad -por así decirlo— de obrar lo que él quiere, ya que es la tercera persona del Dios Trino y como tal esencialmente comprometido con Jesucristo y su palabra. También debido a esta razón teoIógica trinitaria, Ios Iibros simbólicos luteranos, en su discusión con los fanáticos y también con la Iglesia Romana, insisten en esta relación indisoluble y de mutua dependencia, de la Palabra de Dios en el sentido de la Biblia predicada y el Espíritu de Dios. Así, por ejemplo, dice Lutero en los Artículos de Esmalcalda:
“En todo cuanto se refiere a la palabra hablada o externa nos atendremos a esto: Dios no otorga a nadie su Espíritu o su gracia sin enviar antes su palabra externa. Ateniéndose a esto, estaremos prevenidos contra los entusiastas quienes se glorian de poseer el Espíritu Santo sin necesidad de la Palabra y se precian de poder juzgar, interpretar y explicar Ia Sagrada Escritura o palabra oral valiéndose del Espíritu Santo, aunque en realidad lo hacen a su propio gusto y entender. . .”.
Más aún, la separación de la palabra externa de Dios, o sea, de la palabra escrita, era precisamente el pecado original en el paraíso y sigue siendo hasta el día de hoy fuente de todos los errores:
“Aquí se ven los manejos del diablo, esa serpiente que también hizo de Adán y Eva entusiastas y los condujo de la palabra externa de Dios a proceder según su propio parecer”.
Esta siempre renovada acentuación de la inseparabilidad del Espíritu de Dios y de la Palabra de la Escritura hace resaltar también que la Obra del Espíritu Santo en la Iglesia sirve al reino exclusivo y a la honra de Jesucristo, no teniendo en consecuencia funciones autocráticas. Palabra y Espíritu deben mirarse como tan estrechamente unidos que se puede decir: Dios da el Espíritu por medio de la Palabra predicada, y el Espíritu nos conduce a través de la Palabra predicada a la fe en Cristo.
La Iglesia Cristiana es, pues, el lugar donde se verifica el gobierno de Cristo por obra del Espíritu Santo. La predicación del testimonio externo, escrito, bíblico, acerca de Cristo, constituye la herramienta que el Espíritu Santo emplea. Pero… ¿cuál es el efecto en sí?
Por de pronto es la fe en Jesucristo, ese llegarse hacia él. Sin embargo, esto es —-por así decirlo— solo el principio de su acción santificadora, la cual a continuación conducirá a una nueva vida del creyente. La fe no permanece inasible como si fuera un mero pensamiento; por lo contrario, se hace visible. Así se dice con toda lógica en el artículo VI de “La Nueva Obediencia” que figura en la Confesión de Augsburgo:
“Se enseña también que tal fe debe producir buenos frutos y buenas obras y que uno debe realizar aquellas buenas obras que Dios ha ordenado, por causa de Dios…”.
Gracias a la acción del Espíritu Santo por el cual el hombre recibe la fe, se produce una renovación, y hasta un nuevo nacimiento. “Por la fe recibimos un nuevo corazón puro” dice Lutero en los Artículos de Esmalcalda. Por ende Felipe Melanchthon concuerda con él al describir, en la Apología de la Confesión de Augsburgo, la justificación del pecador mediante la fe como un proceso que ahora se verifica realmente en él: “que por la sola fe somos justificados, quiere decir que de injustos somos hechos justos o regenerados” (Ap. IV, 117) (10). “Cristo nos es dado para el fin de que por él nos son dadas la remisión de los pecados y el Espíritu Santo que despierta en nosotros una nueva y eterna vida y la eterna justicia” (Ap. IV, 132). De este modo se llega al cumplimiento de los mandamientos de Dios, sobre todo de los de la primera tabla; se llega a la verificación de la fe en la vida diaria; y aunque no sea más que un principio de la misma, no por eso es menos real.
“Una vez justificados por la fe y regenerados, comenzamos a temer a Dios, a amarlo, y a pedir y esperar de él auxilio, a dar gracias y a predicar, y a obedecerle en las aflicciones. También empezamos a amar a los prójimos porque los corazones tienen motivos espirituales y santos” (Ap. IV, 125).
Eso sí: solo el Postrer Día traerá Ia consumación de la santificación y de la regeneración. Por ahora, en cambio, no solamente se producen los primeros indicios de la santificación sino también un crecimiento en ella. A su vez, todo este proceso tiene lugar en la Iglesia, mediante la predicación de la Palabra. “Así santifica el Espíritu Santo y así multiplica, además, la santificación, de modo que la cristiandad crezca y se fortalezca diariamente en la fe y en sus frutos» (Catecismo Mayor). En consecuencia, la acción del Espíritu Santo no es otra cosa que el ejercicio del gobierno de Cristo sobre su cuerpo “al cual Cristo con su Espíritu renueva, santifica y gobierna».
Esta estrecha relación entre justificación y nuevo nacimiento con que nos encontramos en los libros simbólicos y que siempre de nuevo ha presentado dificultades a los teólogos posteriores, sólo llega a comprenderse en toda su audacia teniendo en cuenta que evidentemente los reformadores no se limitaban a enseñar una cristología sino que también la creían. Ellos contaban con el reino de Cristo y con la acción del Espíritu Santo a su servicio; con que al declarar justo al hombre corresponde el hacerlo justo; en otras palabras: confiaban en que la palabra predicada de Cristo es seguida por la realización de esta palabra en nuestra vida. Esta convicción es el resultado lógico de la confesión del reinado de Cristo, siempre que se considere a este reinado como realización de su poder en nuestro mundo. En resumen: en aquella osada formulación teológica no se ha asentado otra cosa que la fe de los reformadores en el Cristo que vive y actúa; una fe que estamos llamados a compartir con ellos, según Hebreos 13,7: “Acordaos de vuestros guías los cuales os hablaron la palabra de Dios e imitad su fe”.
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Notas:
- Los llamados “libros simbólicos” de las iglesias luteranas forman una colección de documentos doctrinales y revisten un carácter normativo para la teología luterana. Sin embargo reconocen como autoridad y norma doctrinal máxima a las Sagradas Escrituras, y se sujetan al criterio de las mismas. Por tanto se los ha calificado de “norma normata”, mientras que se ha atribuido a las Sagradas Escrituras la calidad de “norma normans”.
- Cf. el artículo 2 de los Estatutos de la Federación Luterana Mundial referente a su base doctrinal, y que dice:
“La Federación Luterana Mundial reconoce las Sagradas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento como única fuente y norma infalible de toda doctrina y práctica de la Iglesia, y considera que los tres Credos Ecuménicos y las Confesiones de la Iglesia Luterana, especialmente la Confesión Inalterada de Augsburgo y el Catecismo Menor de Lutero, constituyen una exposición acertada de la Palabra de Dios”.
- El texto latino ofrece la siguiente versión: que los hombres “son justificados gratuitamente por causa de Cristo mediante la fe, cuando creen que se reciben en la gracia y que sus pecados son perdonados por causa de Cristo, quien por su muerte hizo satisfacción por nuestros pecados…»; BS, p. 56, 4-8.
- Cf. Confesión de Augsburgo, art. XX, 9-10, donde dice: “…nuestras obras no pueden reconciliar a Dios ni merecer la remisión de los pecados y la gracia, sino que obtenemos la gracia solamente por la fe, al creer que se nos recibe en la gracia por causa de Cristo, quien solo fue constituido mediador y propiciador y por quien se reconciliara el Padre. Cualquiera, pues, que confía merecer la gracia por las obras, desprecia el mérito y la gracia de Cristo y busca el camino a Dios sin Cristo por las fuerzas humanas, si bien Cristo dijo de sí mismo: yo soy el camino, la verdad y la vida…”.
- “die ganze Summe davon».
- se trata de la fe quae non est otiosa cogitatio, sed quae a morte liberat, et novam vitam in cordibus parit, et est opus spiritus sancti.
- En su libro “La Libertad Cristiana” Lutero subraya este papel decisivo de la fe verdadera con las siguientes palabras osadas que pone en boca de Dios:
“¡Mira! ¡Cree en Cristo! En él te prometo gracia, justificación, paz y libertad plenas. Si crees ya posees, más si no crees, nada tienes. Porque todo aquello que jamás conseguirás con las obras de los mandamientos… te será dado pronto y fácilmente por medio de la fe: que en la fe he puesto directamente todas las cosas, de manera que quien tiene fe, todo lo tiene y será salvo; sin embargo, el que no tiene fe, nada poseerá» (Obras de Martin Lutero, Editorial Paidós, Buenos Aires, tomo I, 1967, p. 153).
- El texto latino reza así: «Para que obtengamos esta fe fue instituido el ministerio de enseñar el Evangelio y de administrar los sacramentos. Pues por la palabra y los sacramentos, como por instrumentos, es dado el Espíritu Santo, quien obra la fe donde y cuando le place a Dios, en los que oyen el Evangelio… (ibíd.).
- Al referirse a la obra del Espíritu Santo en la cristiandad, Lutero dice: “… actua|mente solo en parte somos santos y puros, con objeto de que el Espíritu Santo no deje de influirnos por la palabra ni deje de concedernos cada día el perdón de los pecados, hasta que venga aquella vida en que ya no lo necesitaremos…», y después resume: “He aquí en lo que consisten el oficio y la obra del Espíritu Santo: En este mundo empieza a concedernos la santificación y la hace crecer diariamente en virtud de los medios, o sea, por la Iglesia cristiana y por el perdón de los pecados…”.
- (… que solo por la fe somos… justificados, esto es, que siendo nosotros injustos, pasamos a ser justos y regenerados); el texto original en latín dice: quod sola fide iustificemur, hoc est, ea: iniustis iusti efficiamur seu regeneremur.
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Tomado de:
Held, Heinz Joachim. El Reino de Cristo y la obra del Espíritu Santo. Revista Ekklesia, editada por la Facultad Luterana de Teología, Buenos Aires. Año XI número 27-28. Páginas 85 a 97. Octubre 1967.