Por Dietrich Bonhoeffer
La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara.
La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la toman unas manos inconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?
La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema, es el perdón de los pecados considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como idea cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia por su misma doctrina. En esta Iglesia, el mundo encuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encamación del Verbo de Dios.
La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. «Todas nuestras obras son vanas». El mundo sigue siendo mundo y nosotros seguimos siendo pecadores «incluso cuando llevamos la vida mejor». Que el cristiano viva, pues, como el mundo, que se asemeje en todo a él y que no procure, bajo pena de caer en la herejía del iluminismo, llevar bajo la gracia una vida diferente de la que se lleva bajo el pecado. Que se guarde de enfurecerse contra la gracia, de burlarse de la gracia inmensa, barata, y de reintroducir la esclavitud a la letra intentando vivir en obediencia a los mandamientos de Jesucristo. El mundo está justificado por gracia; por eso -a causa de la seriedad de esta gracia, para no poner resistencia a esta gracia irreemplazable- el cristiano debe vivir como el resto del mundo.
Le gustaría hacer algo extraordinario; no hacerlo, sino verse obligado a vivir mundanamente, es sin duda para él la renuncia más dolorosa. Sin embargo, tiene que llevar a cabo esta renuncia, negarse a sí mismo, no distinguirse del mundo en su modo de vida. Debe dejar que la gracia sea realmente gracia, a fin de no destruir la fe que tiene el mundo en esta gracia barata. Pero en su mundanidad, en esta renuncia necesaria que debe aceptar por amor al mundo -o mejor, por amor a la gracia- el cristiano debe estar tranquilo y seguro (securus) en la posesión de esta gracia que lo hace todo por sí sola. El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta con consolarse en esta gracia. Esta es la gracia barata como justificación del pecado, pero no del pecador arrepentido, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no es el perdón de los pecados el que nos separa del pecado. La gracia barata es la gracia que tenemos por nosotros mismos.
La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.
La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.
La gracia cara es el Evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se llama.
Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran precio»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultamos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios.
La gracia cara es la gracia como santuario de Dios que hay que proteger del mundo, que no puede ser entregado a los perros; por tanto, es la gracia como palabra viva, palabra de Dios que él mismo pronuncia cuando le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa a seguir a Jesús, se presenta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera».
Dos veces escuchó Pedro la llamada: «Sígueme». Fue la primera y la última palabra dirigida por Jesús a su discípulo (Mc 1, 17; Jn 21, 22). Toda su vida se encuentra comprendida entre estas dos llamadas. La primera vez, al borde del lago de Genesaret, Pedro, al escuchar el llamamiento de Jesús, había abandonado sus redes, su profesión, y le había seguido confiando en su palabra. La última vez, el resucitado vuelve a encontrar a Pedro al borde del lago de Genesaret, ejerciendo su antigua profesión, y le repite: «Sígueme». Entre ambas se desarrolla toda una vida de seguimiento de Cristo. En el centro se halla la confesión en la que Pedro reconoce a Jesús como el Cristo de Dios. Tres veces, al principio, al fin y en Cesarea de Filipo, Pedro ha oído anunciar la misma cosa: Cristo es su Señor y su Dios. Es la misma gracia de Cristo la que le llama: «Sígueme», y que se revela en su confesión del Hijo de Dios.
Tres veces se ha detenido en el camino de Pedro la gracia, la única gracia anunciada de tres formas diferentes; así quedaba claro que era la gracia propia de Cristo, y no una gracia que el discípulo se habría atribuido personalmente. Fue la misma gracia de Cristo la que triunfó sobre el discípulo, llevándole a abandonar todo a causa del seguimiento, la que suscitó en él la confesión que debía parecer blasfema al mundo; fue la misma gracia la que llamó al infiel Pedro a entrar en la comunión definitiva del martirio, perdonándole así todos sus pecados. En la vida de Pedro, la gracia y el seguimiento están indisolublemente ligados. Él había recibido la gracia cara.
Con la extensión del cristianismo y la secularización creciente de la Iglesia, la noción de gracia cara se perdió gradualmente. El mundo estaba cristianizado y la gracia se había convertido en el bien común de un mundo cristiano. Se la podía adquirir muy barata. Y, sin embargo, la Iglesia romana conservó un resto de esta noción primera. Fue de enorme importancia que el monaquismo no se separase de la Iglesia y que la prudencia de la Iglesia soportase al monaquismo. En este lugar, en la periferia de la Iglesia, se mantuvo la idea de que la gracia es cara, de que la gracia implica el seguimiento. Unos hombres, por amor a Cristo, perdían todo lo que tenían e intentaban seguir en la práctica diaria los severos preceptos de Jesús. La vida monacal se convirtió en una protesta viva contra la secularización del cristianismo y el abaratamiento de la gracia.
Pero la Iglesia, soportando esta protesta y no dejándola desarrollarse hasta sus últimas consecuencias, la relativizó; más aún, sacó de ella misma la justificación de su propia vida secularizada; porque ahora la vida monacal se convirtió en la proeza aislada de unos pocos, a la que no podía obligarse a la masa del pueblo de la Iglesia. La funesta limitación de la validez de los preceptos de Jesús para un grupo de hombres especialmente cualificados condujo a distinguir un nivel superior y otro inferior en la obediencia cristiana. Con esto, en todos los ataques posteriores contra la mundanización de la Iglesia, podía indicarse la posibilidad de seguir el camino del monaquismo en el interior de la Iglesia, al lado del cual estaba perfectamente justificada la eventualidad de otro camino más fácil.
De este modo, la referencia a la concepción cristiana de la gracia cara, tal como debería haberla mantenido el monaquismo en la Iglesia de Roma, se convirtió de forma paradójica en la justificación última de la secularización de la Iglesia. En todo esto, el error del monaquismo, prescindiendo de todas las falsas interpretaciones de la voluntad de Jesús, no consistió en recorrer el camino de la gracia en un seguimiento estricto; más bien, se alejó de lo cristiano al dejar que su camino se convirtiese en la proeza aislada y libre de unos pocos y al reivindicar para esta conducta un carácter meritorio particular.
Cuando Dios, por medio de su siervo Martín Lutero, suscitó en la Reforma el evangelio de la gracia pura, cara, condujo a Lutero al claustro. Lutero fue monje. Había abandonado todo y quería seguir a Cristo en la obediencia total. Renunció al mundo y emprendió su tarea cristiana. Aprendió a obedecer a Cristo y a su Iglesia, porque sabía que sólo el obediente puede creer. La llamada al convento le costó a Lutero la entrega plena de su vida. Lutero fracasó en su camino hacia Dios. Dios le mostró por medio de la Escritura que el seguimiento de Jesús no es la proeza aislada de unos pocos, sino un precepto divino dirigido a todos los cristianos. La humilde empresa del seguimiento se había convertido dentro del monaquismo en una obra meritoria propia de santos. La autonegación de los seguidores se revelaba aquí como la última autoafirmación espiritual de los piadosos. Con esto, el mundo se había introducido en medio de la vida monacal y actuaba en ella peligrosamente. A través de la huida monástica del mundo podía distinguirse una de las formas más sutiles de amor al mundo.
Lutero captó la gracia en este momento en que desaparecía la última posibilidad de llevar una vida piadosa. Vio en la caída del mundo monacal la mano salvadora de Dios, tendida en Jesucristo. Se agarró a ella, seguro de que «todas nuestras obras son vanas, incluso en la vida mejor». La gracia que se le ofrecía era cara, destrozó toda su existencia. Una vez más, tuvo que abandonar sus redes y seguir a Cristo. La primera vez, cuando entró en el convento, había dejado todo tras sí, a excepción de él mismo, de su «yo» piadoso. En esta ocasión, incluso esto se le retiraba. Ya no se guió más por su propio mérito, sino por la gracia de Dios. No se le dijo: Ciertamente, has pecado, pero se te ha perdonado todo; sigue donde estás y consuélate con el perdón. Lutero debió dejar el convento y volver al mundo, no porque el mundo fuese bueno y santo, sino porque el convento no era más que mundo.
El camino de Lutero, saliendo del convento para volver al mundo, representa el ataque más duro dirigido contra el mundo desde el cristianismo primitivo. La negativa dada al mundo por el monje era un juego de niños en comparación con la negativa experimentada por el mundo de parte del que volvía a él. El ataque venía de frente, era preciso seguir a Jesús en medio del mundo. Lo que había sido practicado como una proeza aislada, en medio de las circunstancias y facilidades particulares de la vida conventual, se convertía ahora en una necesidad y un precepto para todo cristiano que vive en el mundo. De este modo se agravó de forma imprevisible el conflicto entre la vida del cristiano y la vida del mundo. El cristiano se agarraba al mundo en una lucha cuerpo a cuerpo.
No es posible interpretar de forma más funesta la acción de Lutero que pensando que, al descubrir el evangelio de la pura gracia, dispensó de la obediencia a los mandamientos de Jesús en este mundo, y que el descubrimiento de la Reforma ha sido la canonización, la justificación del mundo por medio de la gracia que perdona.
Para Lutero, la vocación secular del cristiano sólo se justifica por el hecho de que en ella se manifiesta de la forma más aguda la protesta contra el mundo. Sólo en la medida en que la vocación secular del cristiano se ejerce en el seguimiento de Jesús recibe, a partir del Evangelio, una justificación nueva. No fue la justificación del pecado, sino la del pecador, la que condujo a Lutero a salir del convento. La gracia cara fue la que se concedió a Lutero. Era gracia, porque era como agua sobre una tierra árida, porque consolaba en la angustia, porque liberaba a los hombres de la esclavitud a los caminos que ellos habían elegido, porque era el perdón de todos los pecados. Era gracia cara porque no dispensaba del trabajo; al contrario, hacía mucho más obligatoria la llamada a seguir a Jesús. Pero precisamente porque era cara era gracia, y precisamente porque era gracia era cara. Este fue el secreto del evangelio de la Reforma, el secreto de la justificación del pecador.
Sin embargo, en la historia de la Reforma, quien obtuvo la victoria no fue la idea luterana de la gracia pura, costosa, sino el instinto religioso del hombre, siempre despierto para descubrir el lugar donde puede adquirirse la gracia al precio más barato. Sólo hacía falta un leve desplazamiento del acento, apenas perceptible, para que el trabajo más peligroso y pernicioso se hubiese realizado. Lutero había enseñado que el hombre, incluso en sus obras y caminos más piadosos, no podría subsistir delante de Dios porque, en el fondo, se busca siempre a sí mismo. Y, en medio de esta preocupación, había captado en la fe la gracia del perdón libre e incondicional de todos los pecados.
Lutero sabía que esta gracia le había costado toda una vida y que seguía exigiendo su precio diariamente. Porque, por la gracia, no se sentía dispensado del seguimiento, sino que, al contrario, se veía obligado a él ahora más que nunca. Cuando Lutero hablaba de la gracia pensaba siempre, al mismo tiempo, en su propia vida, que sólo por la gracia había sido sometida a la obediencia total a Cristo. No podía hablar de la gracia más que de esta forma. Lutero había dicho que la gracia actúa sola; sus discípulos lo repitieron literalmente, con la única diferencia de que se olvidaron pronto de pensar y decir lo que Lutero siempre había considerado como algo natural: el seguimiento, del que no necesitaba hablar porque se expresaba como un hombre al que la gracia había conducido al seguimiento más estricto de Jesús. La doctrina de los discípulos dependía, pues, de la doctrina de Lutero y, sin embargo, esta doctrina fue el fin, el aniquilamiento de la Reforma en cuanto revelación de la gracia cara de Dios sobre la tierra. La justificación del pecador en el mundo se transformó en justificación del pecado y del mundo. La gracia cara se volvió gracia barata, sin seguimiento.
Cuando Lutero decía que nuestras obras son vanas incluso en la mejor vida y que, por consiguiente, nada tiene valor delante de Dios «a no ser la gracia y la misericordia para perdonar los pecados», lo decía como hombre que, hasta este momento y en este momento preciso, se sabía llamado siempre de nuevo al seguimiento de Jesús, al abandono de todo lo que tenía. El conocimiento de la gracia supuso para él la ruptura última y radical con el pecado de su vida, pero nunca su justificación. Significó, cuando él captó la gracia, la renuncia radical y última a una vida según su propia voluntad, con lo que se mostró verdaderamente como una llamada seria al seguimiento. Esto fue para él un «resultado», pero un resultado divino, no humano. Sin embargo, sus sucesores convirtieron este resultado en el presupuesto básico de un cálculo. Y aquí está el fallo.
Si la gracia es el resultado, dado por el mismo Cristo, de la vida cristiana, entonces esta vida no está dispensada del seguimiento en ningún instante. Si, por el contrario, la gracia es el presupuesto básico de mi vida cristiana, poseo de antemano la justificación de los pecados que cometo durante mi vida en este mundo. Puedo seguir pecando, confiado en esta gracia, puesto que el mundo, en principio, está justificado por gracia. Consiguientemente, me mantengo como antes en mi existencia cívico-mundana, las cosas siguen como antes y puedo estar seguro de que la gracia de Dios me cubre. Bajo esta gracia, el mundo entero se ha hecho «cristiano», pero bajo esta gracia el cristianismo se ha hecho mundo de una forma mucho más acentuada que antes. El conflicto entre la vida cristiana y la vida cívico-mundana queda eliminado.
Según esto, la vida cristiana consiste en que yo viva en el mundo y como el mundo, en que no me distinga de él en nada; por amor a la gracia, no me está permitido distinguirme de él ni siquiera en lo más mínimo. La vida cristiana consiste en que yo pase, en un momento determinado, de la esfera del mundo a la de la Iglesia, para asegurarme el perdón de mis pecados. Estoy dispensado del seguimiento de Jesús por la gracia barata, que debe ser el enemigo más encarnizado del seguimiento, que debe odiar y despreciar el verdadero seguimiento. La gracia como presupuesto es la gracia barata; la gracia como resultado es la gracia cara.
Asusta reconocer todo lo que aquí encontramos, la forma en que se enuncia y utiliza una verdad evangélica. Es la misma palabra de la justificación por la fe (Gnade) sola y, sin embargo, un uso falso de esta misma frase ha conducido a la destrucción total de su esencia. Cuando Fausto, al final de toda una vida esforzándose por conocer las cosas, dice: «Veo que no podemos saber nada», nos ofrece un resultado, algo completamente distinto a si esta frase fuese dicha por un estudiante de primer curso para justificar su pereza (Kierkegaard). En cuanto resultado, la frase es verdadera; en cuanto presupuesto, es engañarse a sí mismo. Esto significa que un conocimiento no puede ser separado de la existencia en la que es adquirido. Sólo quien renuncia a todo lo que tiene, siguiendo a Jesucristo, puede decir que es justificado por la fe (Gnade) sola. Reconoce la llamada al seguimiento como gracia y la gracia como esta llamada. Pero quien, basándose en esta gracia, quiere dispensarse de seguir a Cristo, se engaña a sí mismo.
Pero, ¿no se encontró el mismo Lutero muy cerca de cometer idéntico error al interpretar la gracia? ¿Qué sentido tiene cuando dice: «Pecca fortiter, sed fortius fide et gaude in Christo» – «Peca valientemente, pero cree y alégrate en Cristo con mucha más valentía» (Enders 3, 208, l18s)? Significa: eres pecador y no podrás salir nunca de tu pecado; ya seas monje o laico, ya quieras ser piadoso o malo, no puedes escapar de las redes del mundo, pecas. Peca, pues, valientemente, basándote en la gracia que se te ha dado. ¿Se trata de una proclamación abierta de la gracia barata, de un salvoconducto concedido al pecado, de la supresión del seguimiento? ¿Es una invitación blasfema a pecar deliberadamente, basándose en la gracia? ¿Puede darse un desprecio más demoníaco de la gracia que el pecar por cuenta de la gracia de Dios que nos ha sido dada? ¿No tiene razón el catecismo católico cuando descubre aquí el pecado contra el Espíritu santo?
Para entender esto conviene distinguir entre resultado y presupuesto. Si la frase de Lutero es el presupuesto de una teología de la gracia, entonces lo que proclama es la gracia barata. Pero esta frase no hay que entenderla como punto de partida, sino como punto final, como resultado, como clave del arco, como palabra última. Entendido como presupuesto, el pecca fortiter se convierte en principio ético; y a un principio de la gracia debe corresponder el principio del pecca fortiter. Es la justificación del pecado. De este modo se invierte por completo el sentido de la frase de Lutero. «Peca valientemente»: para Lutero, esto no podía ser más que un recurso último, una exhortación dirigida al que, en el camino del seguimiento, reconoce que no puede desembarazarse de su pecado y, aterrado por su vista, desespera de la gracia de Dios.
Para él, el «peca valientemente» no es una especie de confirmación deliberada de su vida desobediente, sino el evangelio de la gracia de Dios, ante el cual somos pecadores siempre y en toda situación, este evangelio que nos busca y justifica precisamente en cuanto pecadores. Confiesa valientemente tu pecado, no intentes escapar de él, sino «cree aún más valientemente». Eres un pecador. Pues bien, sé un pecador, no quieras ser otra cosa que lo que eres; vuélvete incluso diariamente un pecador y selo con valentía.
Pero, ¿a quién puede decirse esto, sino a quien diariamente, con todo su corazón, rompe con el pecado, a quien diariamente rompe con todo lo que le impide el seguimiento de Jesús y que, a pesar de todo, se muestra inconsolable por su infidelidad y su pecado diarios? ¿Quién puede escuchar estas palabras sin peligro para su fe, sino el que sabe que tal consuelo vuelve a llamarle al seguimiento de Jesucristo? Así, entendida como resultado, la frase de Lutero es gracia cara, la única gracia verdadera.
La gracia como principio, el pecca fortiter como principio, la gracia barata, no es en definitiva más que una nueva ley que no ayuda ni libera. La gracia como palabra viva, el pecca fortiter como consuelo en la tentación, como llamada al seguimiento, la gracia cara, es la única gracia pura que perdona realmente los pecados y libera realmente al pecador.
Nos hemos reunido como cuervos alrededor del cadáver de la gracia barata y hemos chupado de él el veneno que ha hecho morir entre nosotros el seguimiento de Jesús. Es innegable que la doctrina de la gracia pura ha experimentado una apoteosis sin igual, convirtiéndose en el mismo Dios y en la misma gracia. Siempre se repetían las palabras de Lutero, y, sin embargo, se había falseado su auténtico sentido, engañándonos a nosotros mismos. Puesto que nuestra Iglesia posee la doctrina de la justificación es, indiscutiblemente, una Iglesia que justifica. Esto es lo que se decía.
La auténtica herencia de Lutero había que reconocerla allí donde se ofreciese la gracia al precio más barato posible. La característica del luteranismo consistía en dejar el seguimiento de Jesús a los legalistas, a los reformados, a los iluminados, y esto por amor a la gracia; en justificar al mundo y convertir en herejes a los cristianos que seguían a Cristo. Un pueblo se hizo cristiano, luterano, pero a costa del seguimiento, a un precio demasiado bajo. La gracia barata había triunfado. Pero ¿sabemos también que esta gracia barata se ha mostrado tremendamente inmisericorde con nosotros? El precio que hemos de pagar hoy día, con el hundimiento de las iglesias organizadas, ¿significa otra cosa que la inevitable consecuencia de la gracia conseguida a bajo precio? Se ha predicado, se han administrado los sacramentos a bajo precio, se ha bautizado, confirmado, absuelto a todo un pueblo, sin hacer preguntas ni poner condiciones; por caridad humana se han dado las cosas santas a los que se burlaban y a los incrédulos, se han derramado sin fin torrentes de gracia, pero la llamada al seguimiento se escuchó cada vez menos.
¿Qué se ha hecho de las ideas de la Iglesia primitiva que, durante el catecumenado para el bautismo, vigilaba tan atentamente la frontera entre la Iglesia y el mundo, y se preocupaba tanto por la gracia cara? ¿Qué se ha hecho de las advertencias de Lutero concernientes a una predicación del evangelio que asegurase a los hombres en su vida sin Dios? ¿Dónde ha sido cristianizado el mundo de manera más horrible y menos salvífica que aquí? ¿Qué significan los tres mil sajones asesinados por Carlomagno al lado de los millones de almas matadas hoy? En nosotros se ha verificado que el pecado de los padres se castiga en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación. La gracia barata no ha tenido compasión con nuestra Iglesia evangélica.
Tampoco la ha tenido de nosotros desde un punto de vista personal. No nos ha abierto el camino que lleva a Cristo; nos lo ha cerrado. No nos ha llamado al seguimiento, sino que nos ha endurecido en la desobediencia. ¿Osaríamos decir que no es cruel y duro el que, cuando hemos llegado al lugar donde habíamos percibido la llamada al seguimiento de Jesús bajo la forma de una llamada de la gracia de Cristo, al lugar, quizás, donde nos habíamos atrevido a dar los primeros pasos por el camino de la obediencia a los mandamientos, fuésemos asaltados por la palabra de la gracia barata? ¿Podríamos escuchar esta palabra sin considerarla un intento de detenemos en nuestro camino, invitándonos a una sobriedad mundana, de suerte que apaga en nosotros la alegría del seguimiento, insinuándonos que todo esto no es más que un camino que nos hemos elegido nosotros mismos, un gasto de fuerza, de esfuerzos y de disciplinas inútiles e incluso peligrosas, ya que todo está preparado y cumplido en la gracia? La débil llama fue apagada sin compasión.
Era cruel dirigirse a un hombre de esta forma ya que, turbado por un ofrecimiento tan barato, resultaba inevitable el que abandonase su camino, el camino por el que Cristo le llamaba; y desde entonces se aferraba a la gracia barata que le impedía conocer en adelante la gracia cara. No podía ser de otra forma: el pobre hombre engañado, de repente se sentía fuerte, en posesión de la gracia barata, cuando en realidad había perdido la fuerza para obedecer y seguir a Jesucristo. La palabra de la gracia barata ha hundido más vidas cristianas que cualquier fe en las obras (Gebot der Werke).
En todo lo que sigue queremos dirigimos a los que se sienten inquietos, a los que observan que la palabra de la gracia se les ha vuelto terriblemente vacía. Por amor a la verdad hay que hablar en favor de los que, entre nosotros, reconocen haber perdido el seguimiento de Cristo con la gracia barata y haber vuelto a comprender
la gracia cara por el seguimiento de Cristo. Porque no queremos negar que no nos encontramos en una situación de verdadero seguimiento de Cristo, que somos miembros de una Iglesia ortodoxa que profesa una doctrina pura de la gracia, pero no somos miembros de una Iglesia que sigue a Cristo, hay que intentar volver a comprender la gracia y el seguimiento en sus relaciones mutuas. Ya no podemos eludir esto. Cada vez resulta más claro que lo que hoy preocupa a nuestra Iglesia es el problema: ¿cómo podemos vivir cristianamente?
Dichosos los que se encuentran ya al final del camino que nosotros queremos emprender y comprenden, asombrados, lo que en realidad parece incomprensible: que la gracia es cara, precisamente porque es pura gracia, porque es gracia de Dios en Jesucristo. Dichosos los que, en el simple seguimiento, han sido dominados por esta gracia, de suerte que, con espíritu humilde, pueden glorificar la gracia de Cristo, que es la única que actúa.
Dichosos los que, habiendo reconocido esta gracia, pueden vivir en el mundo sin perderse en él; aquellos que en el seguimiento de Jesucristo están tan seguros de la patria celeste que se sienten realmente libres para vivir en el mundo. Dichosos aquellos para los que seguir a Jesucristo no es más que vivir de la gracia, y para los que la gracia no consiste más que en el seguimiento. Dichosos los que se han hecho cristianos en este sentido, los que han experimentado la misericordia de la palabra de la gracia.
Extraído de:
Bonhoeffer, Dietrich. EL PRECIO DE LA GRACIA. EL SEGUIMIENTO. Págs. 15 a 26. Ediciones Sígueme S.A.v., Salamanca 1968.