Por Jürgen Moltmann
I. Al final, el nuevo comienzo
La pregunta de si el mundo tiene un final es una cuestión típicamente apocalíptica. Algunos hablan del «fin de todas las cosas»; otros, del » fin del mundo» o del » fin de la historia». ¿Por qué preguntamos acerca del fin? ¿No podemos aguantar ya el estado en que se hallan las cosas? ¿Estamos hartos de este mundo? ¿Nos atormentan las experiencias de la historia hasta el punto de decir –como decían en otro tiempo los alemanes al final de la guerra-: «Es preferible un fin con horror a este horror sin fin»? ¿O tenemos miedo de perder las cosas que nos son tan queridas? ¿No podemos sacarle a este mundo todo el provecho que quisiéramos, de tal modo que su posible fin nos haga temblar y estremecernos? Las crisis económicas y ecológicas de la actualidad ¿nos atormentan hasta tal punto que temamos la llegada de catástrofes mundiales? Toda idea acerca del «fin» es una idea ambigua: puede fascinarnos o hacernos temblar.
En la teología cristiana, las cuestiones acerca del «fin», «los novísimos», se estudian en la escatología. La escatología es la doctrina acerca de «los novísimos», de «las últimas cosas» (ta eschata). Hans Urs von Balthasar llamó «el juego final» al último capítulo de su Teodramática de la historia del mundo, recogiendo ciertamente una idea de Samuel Beckett. A la postre llegará la «solución final» de todos los problemas sin resolver en la vida personal, en la historia de la humanidad y en el cosmos. La fantasía apocalíptica describió siempre con gran apasionamiento el gran Juicio Final de Dios al fin de los días o en el último día del mundo. Entonces el Dios eterno pronunciará la última palabra: los buenos irán al cielo, los malos al infierno y la Tierra será destruida en un gran incendio. Los anales de la historia universal se cerrarán en el juicio universal. Conocemos también las imágenes oníricas de la lucha final entre Cristo y el anticristo, entre Dios y los diablos en el «Valle de Harmaguedón»: una lucha que, según la Edad Media, se decidirá con fuego del cielo y, según el fundamentalismo de la era moderna, con bombas atómicas y termonucleares, pero no antes de que los piadosos «hayan sido arrebatados» de manera milagrosa, de tal modo que sólo los impíos padecerán en el fuego. Antes de Hiroshima, en el año 1945, el fuego era el medio para la solución final apocalíptica; desde entonces lo es la aniquilación (annihilation).
Todas estas ideas e imaginaciones son, sí, muy apocalípticas, pero no son cristianas. La esperanza cristiana para el futuro no tiene nada que ver con semejantes soluciones finales, porque su foco no es «el fin» de la vida, de la historia o del mundo, sino más bien el comienzo; el comienzo de la vida eterna, el comienzo del reino de Dios y el comienzo «del mundo futuro», como dice el Credo Niceno. Es el nuevo comienzo de Dios al fin de la vida temporal, de la figura de este mundo y de esta creación temporal. La esperanza cristiana aguarda en el fin el comienzo. Dietrich Bonhoeffer, el 9 de abril de 1945, al ser llevado al lugar de las ejecuciones en el campo de concentración de Flossenbürg, se despedía de sus compañeros de prisión con las siguientes palabras: «Esto es el final, pero para mí es el comienzo de la vida». Las esperanzas relativas al fin no son cristianas sino cuando, inspirándose en el recuerdo de la muerte en la cruz y en la resurrección del Cristo resucitado, suscitan la idea de la futura gloria de Dios. ¡También el final de Cristo fue y sigue siendo su verdadero comienzo! La esperanza cristiana acerca del fin no se basa en el desarrollo de acontecimientos pasados y presentes de la historia universal para trazar líneas que marquen la trayectoria del futuro, a fin de establecer conjeturas sobre un fin bueno o, en la mayoría de los casos, sobre un fin malo. Lejos de eso, contemplando la cruz de Cristo, ve en ese fin del tiempo del mundo la anticipación del fin del pecado, de la muerte y del diablo, porque cree que la resurrección de Cristo es el comienzo de la nueva vida y de la nueva creación de todas las cosas, y así lo experimenta ya en el Espíritu.
Para la experiencia cristiana, Cristo es la promesa, la obertura y el comienzo real de la vida verdadera en medio de esta vida falsa, la nueva creación de todas las cosas perecederas para la eterna creación y la inhabitación de Dios en medio de las tierras extrañas de nuestros desiertos. Por eso, aquí existe la esperanza no sólo del nuevo comienzo en el fin, sino también del fin en el nuevo comienzo. Si el Cristo resucitado es el líder que conduce a la vida eterna, entonces le reconoceremos a él también como el final de esta vida temporal. Si el Cristo resucitado es el Espíritu vivificante de Dios, entonces él vence a la muerte en la victoria de la vida. Tan sólo en él conoceremos el «mundo que está al pie de la cruz» con todo lo trastornado que hay en él, lo cual se destruirá y aniquilará, y habrá de finalizar y desaparecer. No es el «fin del mundo» lo que trae el nuevo comienzo de Dios, sino a la inversa: el nuevo comienzo de Dios hace que este trastornado mundo llegue a su final merecido y ansiado. No conocemos lo que son las tinieblas de la noche sino cuando llega la luz del nuevo día, y no conocemos el mal sino por el bien, y lo mortal de la muerte lo conocemos por nuestro amor a la vida. La destrucción de la vida o de un mundo no tiene en sí misma nada creativo. No podemos obtener por la fuerza la nueva creación mediante la destrucción de nuestro mundo.
El verdadero «fin del mundo» es sólo la faceta, vuelta hacia nosotros, del comienzo del «nuevo mundo de Dios». Así como entendemos la resurrección del Cristo crucificado y muerto como un proceso divino de transformación y transfiguración, así podemos concebir también la desaparición del viejo mundo y la llegada del nuevo mundo. Nada se destruye, sino que todo se transforma (1). Por tanto, los dolores del ocaso de este mundo son algo así como los dolores de parto del nuevo mundo de Dios, tal como piensa Pablo en Rom 8,18ss. Por consiguiente, la esperanza cristiana sobre el futuro hace que, como respuesta a las cuestiones apocalípticas acerca del «fin del mundo», se recuerde y se tenga bien presente al Cristo crucificado y resucitado. Ésta es la única respuesta que podemos dar con la certeza de la fe. Con ello no se ha respondido aún a todas las cuestiones apocalípticas acerca de la justicia de Dios y el futuro de los muertos. Al fin de cuentas, Cristo mismo murió con la pregunta en sus labios: «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Pero, en la comunión con el Crucificado y en la esperanza del Resucitado, podremos vivir sin haber hallado respuesta a las «cuestiones últimas», sin darles respuestas precipitadas o de hundirnos -sin respuesta- en una embotada paralización (numbing).
Según esto, las ideas acerca del «fin de la historia» pueden tratarse de manera diferente, según se trate de concepciones acerca de la meta de la historia (telos) o sobre el fin de la historia (finís). Si la historia del mundo tiene una meta, entonces esta meta es su consumación y la historia va avanzando de manera gradual hacia esa meta. Según las tradiciones bíblicas, semejante meta de la historia del mundo es «el reino milenario», en el que Cristo reinará con los suyos -en paz- sobre las naciones (Ap 20 según Dn 7). Después de los reinos de violencia animal viene el reino humano del Hijo del hombre. Según las ideas antiguas, se trata de «la era dorada» (Virgilio); según las esperanzas modernas, se trata del «reino de la libertad» (Marx) o de «la paz eterna» (Kant). Para Francis Fukuyama, que a la sazón ocupaba un cargo en el State Department de Washington, en 1989, después de la desintegración del socialismo, el capitalismo y la democracia liberal se habrían convertido en el end of history. A concepciones como éstas acerca del fin, las llamamos quiliásticas o milenaristas. Por el contrario, si la historia del mundo finaliza en el fin del mundo, entonces esa historia queda interrumpida por catástrofes. Según las tradiciones bíblicas, eso es el «ocaso del mundo»; según concepciones antiguas, es la «conflagración del mundo»; según los temores modernos, es la destrucción del mundo o la catástrofe ecológica mundial. Según la manera moderna de hablar, a estas ideas acerca del fin las llamamos apocalípticas. El «fin del mundo» al que ellas se refieren no estructura el curso de la historia universal, sino que priva de sentido a cualquier época de la historia. La historia del mundo es una historia de sufrimientos absurdos. Lo mejor que le puede suceder es que termine.
La fe moderna en el progreso es una forma secularizada del milenarismo en la historia de la salvación; los temores modernos acerca del ocaso del mundo y los ensueños actuales acerca de la aniquilación del mundo son secularizaciones de la vieja apocalíptica. La historia es siempre lucha por el poder. Aquel que tiene el poder, se halla interesado en el progreso de la historia. Entiende el futuro como continuación y perfeccionamiento de su presente. Aquel que es impotente y se halla oprimido, no está interesado en la continuidad ni en el perfeccionamiento de su historia de sufrimientos, sino únicamente en el pronto final de esa historia y en un futuro alternativo. A las diversas concepciones acerca de la meta y del fin debemos confrontarlas también con la pregunta: «¿Para quién son de utilidad?».
II. La meta de la historia universal: «El reino milenario»
Ninguna esperanza fascinó tanto a los hombres y originó tantos daños como la idea del «reino milenario». Los cristianos aguardaban el reino de paz de Cristo; los romanos, «la época dorada»; los modernos, «el fin de la historia» en una situación carente de historia y libre de conflictos. El primer cumplimiento de esta esperanza se dio en el sorprendente «giro constantiniano», cuando la cristiandad perseguida se convirtió primeramente en una «religión permitida» en el Imperio romano y luego, en tiempo de los emperadores Teodosio y Justiniano, en la religión imperial romana que lo dominaba todo. Los que han sufrido con Cristo, reinarán con él (1 Cor 6,2; 2 Tim 2,12). Así que, en sentido milenarista, aquel giro político se entendió como un giro del martirio al milenio: «el Sacro Imperio» es ya el reino milenario de Cristo (Ap 20), en el que Cristo ha de reinar con los suyos y ha de juzgar a las naciones. El santo del Imperium Sacrum era san Jorge, que mata al dragón, símbolo de los enemigos de Dios y del Imperio. El ángel custodio del Imperio era el arcángel san Miguel, que mata en el cielo al dragón. También el Imperium Sacrum comienza con una cruz. Pero no es la cruz de Cristo en el Gólgota, sino la cruz contemplada en una visión por el emperador Constantino, con cuyo estandarte él vencería en el año 312. De este modo, la cruz de Cristo de los mártires se convirtió en la cruz de victoria del Imperio cristiano. Esta cruz se encuentra también en las órdenes militares y en las banderas de las naciones cristianas (la cruz de san Jorge, la cruz de la victoria, la cruz de hierro, etc.). Cuando la Iglesia de Cristo se convirtió en la Iglesia imperial del Imperio romano, abandonó la misión de evangelizar y de difundir la fe en manos de los soberanos cristianos, que consideraron que su misión religiosa consistía en convertir a las naciones sometiéndolas bajo el reino escatológico de la paz de Cristo. La pregunta decisiva no era: fe o incredulidad, sino: bautismo o muerte. De esta manera se misionó a los sajones y a los eslavos en la temprana Edad Media y a los pueblos de Latinoamérica a comienzos de la Edad Moderna.
Otra forma del cumplimiento de esta esperanza se halla en la conciencia -que hizo época- de la «Edad Moderna». Por «Edad Moderna» se entiende la tercera gran época de la humanidad, lo que el visionario italiano Joaquín de Fiore había profetizado en el siglo XII como la futura «tercera época del Espíritu». La «Edad Moderna» es siempre también el «tiempo del f i n «, porque después de la «Edad Moderna» lo único que puede venir es el fin del mundo. La conquista de América, a partir del año 1942, y el dominio científico y técnico sobre la naturaleza fueron ocasión más que sobrada para que el dominio de Europa sobre el mundo se considerase como el cumplimiento mesiánico de la historia universal y este dominio se justificara por el sentimiento de hallarse en los tiempos del fin. El hecho de que los Estados Unidos de América se consideraran a sí mismos como el «nuevo mundo» ,0, y de que en su sello se lea: «El nuevo orden del mundo» (novus ordo seculorum), está en consonancia con las ideas europeas acerca de la «era cristiana» y sobre la «Edad Moderna». Con la declaración de la independencia americana y la Revolución Francesa en 1789 comienza en Europa la «era utópica» de las utopías sociales y de las utopías jurídicas: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Las declaraciones de los derechos humanos y la fundamentación de los derechos civiles en los diversos Estados, recogidos en la «Declaración Universal de Derechos Humanos», por un lado, y las ideas acerca de una «sociedad sin clases» en los movimientos obreros de carácter socialista, por el otro lado, marcaron el espíritu del siglo XIX. Sin embargo, subsistió el conflicto entre los derechos a la libertad y las pretensiones de la igualdad. En ambos movimientos –el democrático y el socialista- Europa intentó justificar su dominio universal mediante el universalismo de la humanidad y la construcción de un Estado para toda la humanidad. Los valores particulares del Mundo occidental fueron ofrecidos a todas las naciones y personas como los valores universales del mundo moderno.
Por el momento, el último profeta del «fin de la historia», según el sello occidental, fue Francis Fukuyama «. Como seguidor de la peculiarísima interpretación de Hegel, propuesta por el filósofo ruso Alexandre Kojéve en París, él creyó que con la desintegración del socialismo realmente existente en el imperio soviético se iniciaba el «fin de la historia». El triunfo de Occidente consiste en que, desde 1989, no existe ya alternativa real al capitalismo y a la democracia liberal. Por todas partes se van creando formas de Estados democráticos semejantes. De la satisfacción común de las necesidades materiales se hace cargo «la comercialización global de todas las cosas». Nos hallamos al fin de los grandes conflictos entre distintos sistemas económicos y políticos y al comienzo de un «mundo alternativo». En la democracia pluralista y capitalista, la humanidad ha encontrado por fin lo que había buscado en todos los experimentos. El «fin de la historia», de Fukuyama, no es una era dorada, sino un «tiempo triste» de aburrimiento. Lo que antaño había sido historia viva, llena de conflictos, es algo que sólo podrá admirarse en el museo de la historia.
El sueño teo-político del reino milenario de paz, en el que Cristo y los suyos habrán de dominar y juzgar a las naciones, era un sueño imposible. Las crisis externas y más aún las crisis internas del Sacro Imperio condujeron a profundas desilusiones y temores apocalípticos. El sueño de la política mundial que se imaginaba un «nuevo mundo» y «una nueva era», el disfrute de los derechos humanos y de la dignidad humana para todo hombre y para toda mujer, quedó desmentido por las dos guerras mundiales que se produjeron en Europa durante el siglo XX. «Auschwitz» y «Hiroshima» son los nombres para el fin de este sueño mesiánico del mundo moderno. Finalmente, también el sueño de Fukuyama sobre el «fin de la historia» demuestra ser un mal sueño. Las protestas de personas humilladas y de una Tierra violada no dejarán que la situación del mundo siga como está. Según Hegel, no es la falta de alternativas, sino la libertad de contradicción lo que constituye el signo del final de la historia. Pero el «mundo moderno» de Fukuyama produce, él mismo, aquellas contradicciones por las que se vendrá abajo o, por cuya solución, surgirá un mundo diferente. Son las contradicciones sociales y económicas. La «libre economía de mercado» las produce, pero no es capaz de suprimirlas.
La enseñanza que aprendemos por el fracaso de los sueños acerca del fin de la historia -ya sea en el «reino milenario de Cristo» o en la «comercialización global de todas las cosas»- es una enseñanza bien sencilla: Es imposible hacer que la historia llegue a su consumación en la historia.
III. El fin del mundo: Apocalipsis sin esperanza
El temor a un fin catastrófico del mundo es tan sólo el reverso de la esperanza en su consumación gloriosa. Cuando fracasa esta esperanza, no suele quedar sino aquel temor. Junto a las esperanzas proféticas, en las tradiciones bíblicas hubo también siempre profecías apocalípticas «. Imágenes sobre un futuro «ocaso del mundo» se encuentran en Isaías 24-27, Zacarías 12-14, Daniel 2 y 7 y Joel 3. En el Nuevo Testamento hallamos el «pequeño apocalipsis sinóptico» de Marcos 13 par. y el Apocalipsis de Juan. Hablamos de apocalipsis cuando las profecías de los profetas van más allá de la historia de Israel y adquieren dimensiones de política mundial o dimensiones cósmicas. Entonces se promete una «nueva era del mundo» o una «nueva creación». Y en ellas la antigua «era del mundo» o el «antiguo mundo» han de encontrar su fin. Según el capítulo segundo de Daniel, los grandes reinos mundiales de la humanidad serán destruidos, pero entonces «el Dios del cielo hará que surja un nuevo reino que es eterno y que permanece indestructible». Según Daniel 7, se trata del reino humano del divino » H i jo del hombre». Según el libro apócrifo de Henoc (1,8), «esta Tierra se destruirá por completo y todo cuanto hay en ella perecerá y todos serán sometidos a juicio». Luego «el trono de Dios se hará visible», el «Hijo del hombre vendrá» y el cielo y la tierra «serán hechos nuevos» (45,4).
Los apocalipsis bíblicos sobre la amenazadora «destrucción del mundo» se derivan de la saga sobre el diluvio y Noé en Génesis 6-9, una saga según la cual Dios, por la maldad de los poderosos, destruirá a los hombres junto con la Tierra, para concertar luego su nuevo pacto con Noé, el justo, que se salvó de la destrucción: un pacto según el cual no se ha previsto ya ninguna destrucción del mundo (Gn 9,11). Pero detrás de la idea bíblica de una «destrucción del mundo» se halla el temor, aún más profundo, de Dios a tener que «arrepentirse» de haber creado a los hombres sobre esta Tierra, y a tener que invalidar de nuevo su decisión de efectuar a la creación. Un mundo que «somete a j u i c i o » a la maldad del mundo está interesado en ese mundo, pero un Dios que se aparta por completo del mundo hace que éste se hunda en el caos y en la nada. El juicio es una expresión de esperanza; tan sólo la destrucción no encierra esperanza alguna.
A diferencia de las tradiciones apocalípticas de la Biblia, se designa con la expresión apocalypse now a las catástrofes originadas hoy día por los hombres: el apocalipsis atómico, el apocalipsis ecológico, etc. Estas interpretaciones están equivocadas, porque echan la culpa a Dios de lo que ha sido responsabilidad de los hombres. No existe ningún «Armagedón nuclear». El exterminio atómico de la humanidad sería responsabilidad de los hombres, mientras que en el Armagedón apocalíptico (Ap 16,16) es Dios quien actúa. Por eso, este último Armagedón está lleno de esperanza, mientras que aquél carece por completo de ella. La autodestrucción de la humanidad y la destrucción del espacio vital de esta Tierra por los hombres son un delito contra la humanidad cometido por los hombres, y no revelan nada divino; son lo contrario de los apocalipsis de la Biblia.
No es, pues, de extrañar que, hoy día, de la interpretación apocalíptica que se hace de la amenaza del delito contra la humanidad nazca un nuevo terrorismo apocalíptico. De la expectación pasiva del fin a la finalización activa de este mundo no hay más que un paso. «Sin destrucción no podrá haber edificación», fue la consigna dada por Mao Tse Tung para la revolución cultural en China. Esa revolución costó la vida a millones de personas y convirtió en montones de ruinas los mejores monumentos culturales de China. Pol Pot, asesino de masas, aceptó al pie de la letra la consigna de Mao y la ejecutó en Camboya. Sus jemeres rojos asesinaron a las generaciones mayores, a fin de edificar un «mundo nuevo» con las generaciones más jóvenes. Dejaron detrás de sí millones de muertos en los killingfields (o «campos de exterminio») y un país destruido. El terrorismo apocalíptico puede conducir al suicidio en masa de los miembros de la secta: en 1978 se suicidaron en masa en Jonestown (Guyana) 912 miembros de una secta del Templo del Pueblo; en 1993 se suicidaron en Waco (Tejas) 78 miembros de la secta davidiana, y en Vietnam, 52 miembros de una secta vietnamita que preconizaba la destrucción del mundo; en 1994 se suicidaron 53 miembros de una secta del Templo Solar en el Canadá y en Suiza; en 1997 lo hicieron 39 seguidores de una secta de la muerte relacionada con los OVNIS en San Diego (California). El motivo que los impulsó era el de ser «arrebatados» de este mundo, próximo a perecer, y ser trasladados a otro mundo mejor. Ahora bien, el terrorismo apocalíptico puede conducir también al asesinato en masa de otras personas, a fin de conducir a un futuro mejor. El Gengis Kan creía que él era la «venganza de Dios» y se sentía llamado a practicar el asesinato en masa. El bombero de Oklahoma y los milicianos americanos creen algo parecido. Shoko Asahara, fundador de la secta del gas venenoso, que actualmente comparece en Tokio ante los tribunales de justicia, se sentía llamado a la «lucha apocalíptica final».
Los apocalipsis bíblicos no son «escenarios» pesimistas de la destrucción del mundo que difundan el miedo y el terror y quieran paralizar a las personas. Lejos de eso, mantienen la esperanza en la fidelidad de Dios a su creación en medio de los horrores de la época. «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación», se dice en Lucas 21,28. La esperanza profética es esperanza en acción; la esperanza apocalíptica es una esperanza en medio del peligro, una esperanza que sabe aguantar el sufrimiento y que es paciente y perseverante: suceda lo que suceda, al final de todo se halla Dios. Es una doctrina de esperanza y no tiene nada que ver con las fantasías sobre la destrucción del mundo, proclamadas por los modernos profetas y los terroristas.
IV. Al final: la nueva creación de Dios
Según las tradiciones bíblicas, el comienzo de la historia del mundo no comienza con la caída en el pecado y, por eso, no termina tampoco con la destrucción del mundo. Comienza con la bendición original de la creación temporal y termina con la bienaventuranza de la creación eterna. La última palabra de Dios no es un juicio condenatorio, sino aquella palabra creadora: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Es el «nuevo cielo y la nueva tierra», después que habían desaparecido «el primer cielo y la primera tierra» (Ap 21,5). Todo lo que se representa como juicio universal y destrucción del mundo no es más que una etapa provisional para lo definitivo de la nueva creación.
¿Cómo habrá que pensar que es esa «nueva creación»? No se trata de una creación distinta, que venga a suceder al mundo que conocemos, sino que esta creación que conocemos familiarmente cambiará radicalmente. En el Apocalipsis no se dice: He aquí que yo hago (en hebreo: asa) cosas nuevas. No, sino que lo ya creado «se hace» nuevo. ¿Qué es lo que cambia? En primer lugar, la relación con Dios será diferente: el Creador, que creó su obra, hace de la creación su morada y descansa en ella. Su «inhabitación» (shekhina) penetra en el cielo y en la tierra y hace que ambos mundos sean nuevos, es decir, los convierte en el templo cósmico de Dios. La gloria de Dios habita entonces en todas las cosas e ilumina y transfigura a todas las criaturas.
De la idea de la inhabitación cósmica de Dios se sigue la idea de la transformación de la creación temporal y mortal en una creación eterna e inmortal. Lo que participa de la gloria de Dios se convierte en eterno e inmortal como Dios mismo. No se destruye la creación en sí misma, sino tan sólo su figura pecadora, temporal y mortal. Lo creado se transfigura o -como dice la teología ortodoxa- se deifica, porque el ser finito participa del Ser infinito del Dios que habita en él. El gran proceso de transformación escatológica es el tránsito de las contradicciones a la correspondencia, de la temporalidad a la eternidad, y de lo mortal a lo inmortalidad de la «vida del mundo futuro». Puesto que la justicia de Dios es la base de un mundo eterno, que se halla en correspondencia con él, ese mundo tendrá que ser acrisolado primeramente en todo mediante el juicio universal. Por eso, a la nueva creación de todas las cosas le precede, según la esperanza cristiana, el juicio universal. Pero esa justicia de Dios no es justicia punitiva y vindicativa, sino justicia creadora y justificante para las víctimas y los hacedores de la historia humana del mundo. Dios no viene para ejecutar, sino para enderezar y levantar. En este sentido decimos: Al final, Dios.
(1) «Vita mutatur, non tollitur» («la vida no termina, se transforma»), como se dice en el prefacio de la misa católica de difuntos.
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