Litúrgicamente, es decir, en el “orden” que sigue nuestra adoración, este aspecto del servicio humano a Dios tiene lugar por medio de varios momentos bien definidos, a pesar de que existen muchas tradiciones litúrgicas y muchas formas de “ordenar” sus momentos. Hablar de momentos, se entiende, es una estipulación lingüística inevitable para para criaturas sometidas al paso unidireccional del tiempo. Visto desde la eternidad de Dios, un momento como tal se expande a todos los momentos, es una dimensión que atraviesa todas las dimensiones. Por ello el culto refleja a través de sus distintos momentos un solo momento, nuestro momento ante Dios, es decir, nuestra vida entera.
En lo que sigue obviaremos los momentos más “densos” del orden cúltico, a saber, la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos, entendiendo que son estas las dos instancias que enmarcan y conjugan la totalidad de nuestra práctica litúrgica- hecho al cual nos hemos referido en La adoración como “servicio”.
(1) Todo culto, todo servicio de adoración, contiene uno de los momentos fundamentales que nos “ubica” dentro de un espectro más amplio: la confesión de pecado. Como una radiografía nos cuenta como estamos: nuestras vértebras desalineadas, nuestras tibias torcidas, nuestro antebrazo fracturado, nuestras muelas cariadas. Vemos lo que normalmente no vemos; descubrimos lo que generalmente tendemos a cubrir. ¿Vieron cuando estamos en una reunión y nos presentamos? ¿Qué decimos sobre nosotros mismos? Generalmente sacamos a relucir lo mejor, quienes somos en la comunidad, nuestros logros, títulos, conocimientos. Es difícil que entre aquellos que no conocemos —o aún entre los que conocemos— les presentemos nuestra “radiografía” que revele como estamos. Pues bien, la confesión de pecados tiene esa particularidad de presentar nuestra verdadera identidad y nuestra verdadera situación frente a Dios.
El momento de confesión —generalmente al comienzo del servicio, pero también común antes del sacramento de la Santa Cena— no implica obviamente que nos arrepentimos solo en ese momento —como si una vez que hayamos confesado nuestros pecados ya no habría momento o necesidad para seguir haciéndolo. El asunto, sin embargo, pretende ser un poco más profundo: declarar públicamente que toda nuestra vida, tensionada por el pecado, se mueve entre el arrepentimiento y la absolución. No hay un minuto, ni un segundo en que podamos decir que hemos dejado completamente el pecado. La confesión de pecados es entonces una revelación de distancias, pone de manifiesto la separación que existe entre nosotros y el plan de Dios. Claro, podríamos decir que la confesión es simplemente un ejercicio de masoquistas, de neuróticos que no pueden cargar con sus culpas. Pero más allá de los mecanismos psicológicos que operan en la confesión hay un punto que es central: es el momento en que experimentamos la vergüenza de nuestro alejamiento de la justicia de Dios, el vacío de una vida despojada de la relación recta y vital con Dios. Más aún, confesamos que nuestro distanciamiento de Dios se expresa en cada pensamiento, acción, sentimiento y relación que tenemos fuera de su gracia. Es un momento, si se quiere, trágico, pero a la vez, de profunda sinceridad que nos mancomuna en nuestra lejanía del plan divino y en nuestra desobediencia hacia Dios.
De ahí que la confesión de pecado no es un asunto solo nuestro, sino también de Dios. En efecto, en este momento ya se revela y se confiesa la majestad de Dios porque es ante el espejo de Dios que somos capaces de “ver” los múltiples intentos que instrumentamos para escapar de nuestro llamado y responsabilidad. No podríamos saber lo que está mal en y con nosotros, no podríamos saber el significado de nuestra rebeldía, de nuestra falta de agradecimiento, de nuestra injusticia para con nuestro prójimo y todas las criaturas, en suma, no podríamos siquiera dar nombre a ese malestar que trae aparejado la vida misma si no supiéramos en qué consiste, donde está su raíz. Pero lo fundamental es que no podríamos seguir con la vida a la que hemos sido llamados si no supiéramos que ese mismo Dios que nos condena es también el Dios que nos salva. De esta manera la confesión de pecados es también una confesión de fe, un saludo a la gracia, un regocijo en el Dios que nos llama. A pesar del pecado que nos pesa confiamos en ser diariamente renovados para seguir caminando por las sendas de Dios.
(2) El himno de gloria, que resume la glorificación que nuestras vidas enteras cantan a Dios, es el corolario a la confesión. Aquí celebramos a Dios dándole gracias por sus actos y por sus promesas, sobre todo por lo que ha hecho y hace por toda su creación en Cristo. ¿Qué seríamos para Dios y para el prójimo si nuestra vida entera estuviera sumergida en el examen minucioso de nuestros pecados y de los pecados ajenos? Seríamos criaturas no solo despojadas de un mínimo de dignidad, sino criaturas desprovistas de toda conmiseración con el otro, de toda esperanza, de todo amor, incapaces de perdonar y por ello letalmente destructivas. En el perdón de Dios experimentamos que el misterio de la vida, su núcleo fundamental, consiste precisamente en la gracia y el perdón. Sólo viviendo de y a partir de la gracia podemos hacer de nuestras vidas un regalo de Dios para los otros.
En los distintos himnos a la gloria de Dios agradecemos también a Cristo, quien nos promete un futuro de vida y justicia sin fin. Pero también agradecemos en nombre de toda la creación el hecho de que en sus planes está el renovar todo el Universo. ¡Qué triste sería que solo se salvaran una parte de nosotros, como los sentimientos, o las ideas, o las “almas”! ¿Acaso nuestros cuerpos, las cosas, los árboles, los insectos y los animales no tienen también un futuro en las promesas de Dios? Cuando declaramos a Cristo Santo también estamos diciendo que su cuerpo está “a la derecha del Padre”, es decir, que comparte la bienaventuranza de su reino. Al glorificar a Cristo le damos gracias porque en él nada se perderá sino que será renovado para la gloria eterna. Por ello es que al cantar el Gloria despojamos a la existencia de su aparente carácter trágico y siniestro, del aparente triunfo de la maldad y la injusticia. Es un canto de triunfo y esperanza, especialmente para pobres y humillados.

Momento de oración en un culto de nuestra Iglesia, donde seguimos una liturgia.
(3) La oración, que ocupa distintos momentos litúrgicos y de la vida devocional de los creyentes, es tal vez el aspecto más íntimo y personal de todo este diálogo entre Dios y sus criaturas. ¿Qué es la oración? ¿Qué significa orar? ¿Para qué debemos orar? Y fundamentalmente, ¿Cómo sabemos que Dios atiende nuestras oraciones”? Vayamos por partes.
En primer lugar la oración implica una comunicación, un contacto intenso y personal donde invocamos a Dios “en todas las adversidades”, como dice Lutero en su Catecismo Mayor. La verdadera oración jamás es un monólogo, tampoco es arrojar suspiros al vacío. En la oración —como nos enseñó Jesús— confiamos de que es el Padre quien nos escucha: “Padre nuestro, que estás en los cielos… ”.
La práctica de la oración no tendría sentido si Dios no quisiese escuchar a sus hijos e hijas. El hecho de que la oración cristiana exista es por demás significativo, no sólo en cuanto a las cosas que se deberían “pedir”, sino por el hecho de que se afirma que hay alguien que sabe escuchar. Es como si a través de la oración Dios “quiere saber de qué se trata”, quiere saber qué pasa, quiere qué nosotros tengamos la libertad de hablarle. En este sentido la oración no es un murmurar a ciegas, sino una conversación que Dios ha iniciado desde sí con nosotros. Por ello decimos que es en Cristo que oramos, que nuestras oraciones son recogidas en él para que el mundo se halle presente ante el Padre.
La oración es, entonces, una gracia, un don, una oferta de un Dios que se comunica vitalmente con nosotros. Dios quiere escuchar porque Dios nos ha hablado, se ha comprometido con nosotros, quiere formar parte de lo que somos. De esta manera la oración tiene también una influencia sobre la acción, sobre la existencia misma de Dios, si no, ¿Por qué se molestaría en escucharnos? Su respuesta puede no ser la respuesta que nosotros buscábamos, y puede ser que nos tome totalmente de sorpresa. Que Dios escucha y responde no significa que Dios , ni que Dios “ceda” ante los caprichos humanos; más bien significa que la grandeza de Dios es precisamente su “bajeza”, es decir, que siendo un Dios sin necesidad alguna ha querido ser un Dios cuya vida está también tejida con las palabras, súplicas y peticiones de su creación.
(4) Desde este marco entendemos otro de los momentos centrales de la adoración: la ofrenda y el ofertorio. Este es el momento que generalmente precede a la comunión o Santa Cena, una suerte de preparación para recibir nuevamente a Cristo en nuestras vidas. Lo interesante de la ofrenda y el ofertorio es que apuntan a la radicalidad de este recibir a Cristo; como una postal de la fe rememoran el llamado al discipulado que Jesús lanzara a Pedro, a Santiago, a Juan y a muchos otros. Ese mismo llamado se repite ahora, en este momento, y conlleva por nuestra parte una entrega total de lo que somos tenemos. Esta entrega, por supuesto, no es un llamado a la pobreza o al ascetismo, es decir, a la entrega de todas nuestras posesiones a la Iglesia o a algún ministerio; sería más apropiado entenderlo como una reorientación de lo que somos y tenemos a la causa de Dios en el mundo. Lo que Dios ha dado, y lo que tal vez nosotros hemos legítimamente multiplicado (cfr. parábola de los talentos), lo ha hecho en vistas a un llamado, a una misión, a un servicio. ¿Qué sería de nuestra vida sin este llamado a servir? ¿Acaso no hay vida más vacía que aquella que espera siempre recibir sin dar? Es falso decir que nos entregamos “espiritualmente” y por ello dispensamos de todo aporte material; también es erróneo pensar que nuestra contribución material nos dispensa de una entrega más radical, espiritual. Por ello en el ofertorio se nos invita a ofrecernos a nosotros mismos como sacrificio vivo y santo que agrada a Dios. Nuestro cuerpo, los espacios que contiene y que habita, los momentos que le dan subsistencia, todo participa del amor de Dios.
(5) Por último el servicio de adoración cierra con la bendición final y las palabras de envío. Estas palabras pueden ser algo como “vayan en paz sirviendo al Señor , o “salgamos con gozo al mundo, en el poder del Espíritu”, o “vayan en paz y que todos conozcan, por vuestros frutos, que son seguidores de Jesús”. Curiosamente la antigua palabra misa –con la cual se designaba al culto— proviene del latín missio (enviar). Fue tomada de la fórmula para despedir a la congregación después de finalizado el culto: Ite missa est.
Ser enviados al mundo constituye, por consiguiente, una parte clave de nuestra adoración; aquí entra en Juego nuestro discipulado, nuestro llamado, nuestra vocación como individuos y sobre todo como comunidad. Todo el ámbito de la ética y de la vida cristiana se desprende de este momento. Por Supuesto que cuando decimos enviados al mundo no estamos diciendo que la Iglesia o el culto están de algún modo “fuera” del mundo. Al contrario, nunca estamos más “dentro” del mundo que cuando adoramos a Dios. Pero lo que aquí queremos significar es el envío al mundo entendido bíblicamente, es decir, del mundo que siendo creación de Dios todavía no reconoce el señorío de Cristo. En realidad la Iglesia se encuentra en el corazón mismo del mundo debido a que Cristo es el centro del cosmos, por quién todas las cosas fueron hechas. Cristo es cabeza de todas las cosas (Ef. 1:22) y también cabeza de su cuerpo, la Iglesia (Ef. 4 :15; Col. 1:18; Col. 2:19). Congregados por su Espíritu y su palabra, Cristo nos envía al mundo como el sembrador que esparce sus semillas. Y es en este mundo, que es siempre de Dios, donde los cristianos expresan su vocación a través de distintas y múltiples actividades que sirven no solamente al sustento de la vida y bienestar de una comunidad (lo que podríamos llamar la economía de una sociedad), sino también a su transformación. Nos envía con una profunda vocación por la justicia y la libertad.
Sabemos que nuestra vida en el mundo no se desarrolla de manera “simple”, como si este fuera un tranquilo monasterio. Aún si lo fuera, deberíamos decir, en verdad, lo siguiente: que la vida se asienta y se nutre en una compleja red de relaciones familiares, laborales, sociales. Somos padres, madres, hijas o abuelas. Somos empleados. trabajadores, pastores, administradores o ingenieros. Somos ciudadanas, jubilados, militantes o indiferentes. ¿Qué significa nuestra vocación cristiana dentro de las distintas vocaciones o relaciones en las que estamos inmersos? En muchos casos nuestra identidad cristiana no las reemplaza, sino que les da una cualidad distinta, una intensidad distinta, un sentido y hasta una urgencia distinta. En otros casos, el llamado cristiano se hace incompatible con otros “llamados” o vocaciones. […]
Extraído de:
Nancy Bedford y Guillermo Hansen (2008). “Nuestra fe, una introducción a la teología cristiana”. Capitulo II, Páginas 32 a 36. Buenos Aires: Publicaciones Educa B.