La adoración como “servicio”

El culto o la adoración cristiana no es, como tal vez pensemos a menudo, un servicio o sacrificio que hacemos para Dios. En rigor, el culto se funda en el “servicio” que Dios presta al mundo. Si bien es cierto que desde temprano la Iglesia llamó servicio divino a su culto público, lo hacía como señal de la obediencia, agradecimiento y seguimiento que implicaba rendir culto a Dios (así por ejemplo, la expresión griega latreúo). En otras palabras, el “servicio” humano es una respuesta al servicio divino donde nos afirmamos como criaturas que viven desde y por la gracia. Por lo tanto, el servicio o culto compagina dos dimensiones en una; por un lado, el servicio significado por los actos de Dios hacia el mundo; por el otro, la respuesta de la congregación que irrumpe en cantos, confesión, oración y compromiso. No en vano los reformadores del siglo XVI (Lutero, Calvino, Bucero, etc.) insistieron en estos aspectos al especificar aquellas actividades que definían a la comunidad cristiana; es Dios con su iniciativa lo que funda la existencia de la comunidad de fe. Pero a la inversa, no habría comunidad de fe sin la mediación de aquellos que reciben, alaban, predican, glorifican y sirven en sus diferentes capacidades.

La acción religiosa que denominamos servicio o culto –que en principio debe distinguirse de otros aspectos de la ida de fe, como ser la ética, las instituciones, la teología- siempre crea sus formas a partir de las experiencias que hacen a la vida cotidiana de un grupo o pueblo. El culto, a través de esta relación de “servicios” tiene por una de sus metas iluminar la vida cotidiana con un sentido de lo último. Si esto es una verdad para toda expresión religiosa lo es aún más para el cristianismo con su énfasis en la presencia de Dios en la creación y en el llamado a la vocación de los creyentes como colaboradores en la misión de Dios. Para los cristianos, Dios no sólo actuó y actuará, sino que actúa en el presente de nuestras vidas: en los átomos que forman la materia, en nuestros países, en las amistades que entablamos, en las canciones que cantamos, en los trabajos que emprendemos, en las instituciones que levantamos. Por ello la “trascendencia” de las formas cúlticas no radica en la “estirpe de las liturgias empleadas, o en la confección de cada vez más novedosas y modernizadas formulaciones, sino en la capacidad que tiene de hacer más transparente la vida a la presencia de lo eterno. La liturgia, por lo tanto, es como una gran puerta que des-cubre niveles de realidad que de otro modo no nos serían accesibles.

1. El “servicio” de Dios

El servicio de Dios hacia la comunidad que se congrega es lo que llamamos la revelación o comunicación de la Palabra. El teólogo Karl Barth, […] se ha referido clásicamente a esta noción de Palabra distinguiendo tres niveles o aspectos: la palabra predicada, la palabra escrita (Biblia), la palabra revelada (Jesucristo). Para Barth, la Palabra es esencialmente un acontecimiento o un diálogo con nosotros. Por ello el servicio o culto en torno a la Palabra debe entenderse como un ejercicio en el tiempo y con el tiempo. En el culto hacemos un gran acto de remembranza o recordación de todos los grandes actos de Dios como lo relatan las Escrituras. Esto va desde recordar la creación y preservación del mundo por la mano bondadosa de Dios, la misteriosa elección de un pequeño pueblo para transmitir su voluntad, hasta el acto de salvación supremo de Dios a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Y en esta remembranza se funda la esperanza cristiana, es decir, la esperanza en la parousía o venida final de Cristo. Por ello nos referimos al ejercicio en el tiempo; por un lado recordando el pasado, y sobre todo, recordando a Cristo, y por el otro anticipando la redención futura en Cristo de todo el universo.

“La palabra” es una forma abreviada para referirnos a un Dios que se comunica activamente con nosotros. La lectura de la Palabra, la predicación, la práctica bautismal y la celebración de la Santa Cena son todos canales que utilizan la mediación de la voz, las manos, los ojos, las mentes humanas, como así también del fruto de la tierra y el trabajo de los seres humanos. Por supuesto el contexto del culto no es el único lugar donde Dios se comunica; […] la creación entera debe entenderse como un gran acto de comunicación por parte de Dios. Pero podemos afirmar que en el contexto del culto es donde Dios se comunica explícitamente como un Dios misericordioso y salvador. Es en este espacio rodeado de los símbolos, los himnos, las oraciones, los mensajes, las Biblias, los paramentos y colores litúrgicos, y sobre todo, de los hermanos y las hermanas, donde volvemos a recordarnos como criaturas ante Dios, y Dios vuelve a recordarse como un Dios salvador ante las criaturas. ¿En qué otro lugar o momento se nos anuncian de una manera tan vívida estas cosas?

Lo que hemos hecho indica que cuando hablamos de comunicación, revelación, Palabra, debemos entender que no nos referimos simplemente a cierta “información” que Dios da, como si “tirara” unos cuantos datos sobre sí mismo o sobre el mundo. Como cuando conocemos a alguien, es ciertamente importante contar con datos de esa persona y saber sobre algunos aspectos de su vida. Pero realmente podemos decir que conocemos a la otra persona luego de una larga relación donde ella nos comunica algo más que datos biográficos. Nos conocemos, en fin, cuando nos damos tiempo, espacio, cuando compartimos los sentimientos más profundos. Por lo tanto cuando nos referimos a la comunicación o a la revelación de Dios nos referimos a este sentido profundo, es decir, a la comunicación misma de Dios con nosotros que es una manera de darnos cabida en su intimidad.

Este es un concepto muy importante para la teología cristiana, casi diríamos su afirmación más radical. No es un “dato” que se desprenda naturalmente de nuestra vida interior, ni de nuestra contemplación de la naturaleza o la historia, menos aún de postulados afirmados por la sola razón. Solamente podemos afirmar que Dios mismo se comunica a partir de la experiencia que surge de escuchar una Palabra que nos habla y de haber participado de los símbolos (sacramentos) que nos des-cubren la presencia divina tanto en el momento cúltico como en el resto de nuestra vida. Por medio de esto no sólo se nos declara algo (por ejemplo, que Dios nos ama, que Cristo murió por nosotros, o que somos salvos por la fe), sino que aquello que es declarado comienza a hacerse realidad en y entre nosotros.

Comunicarse, entonces, significa abrir ese espacio estrecho que uno es para incluir o a otros en lo que soy. En el caso de la comunicación de Dios hablamos de ser incluidos en la comunidad divina, en esa comunión inacabable cuya expresión temporal es la comunidad que denominamos Iglesia. De esta manera decimos que en el culto hacemos explícita nuestra participación en una comunidad que promete extenderse a todo el universo. Participamos de una comunidad donde se comunica con nosotros alguien que es libre, pero en esa libertad ha decidido amar y comprometerse con la vida de otros. Cuando Dios se nos comunica nos involucra en su acción redentora en el mundo, y participamos de la visión misma de Dios por el cual se nos permite atisbar el futuro que Dios tiene preparado para el universo.

Esta manera de entender la comunicación y revelación de Dios puede expresarse también como una “externalización” de Dios. ¿Cómo es que Dios se hace “patente”? ¿Cómo es que podemos comenzar a discernir la voz de alguien que, hasta el momento, se confundía en el murmullo de la vida misma? El cristianismo cuenta con una figura concreta para hablar de esta externalización, Jesucristo. Fíjense lo interesante que es esta noción; nos dice en realidad que Dios “expande” su mismo ser en la figura de Jesús de Nazaret, para manifestarse a través de él como un Dios de amor.

Esta externalización a través de su palabra –Jesucristo- Es lo que fundamente la dimensión sacramental de la Iglesia como realidad que surge en este encuentro. Cuando hablamos de lo “sacramental” no nos estamos refiriendo solo a lo que comúnmente denominamos sacramentos, es decir, el bautismo y la Santa Cena. En realidad estos sacramentos subsisten en algo previo, a saber, en el poder de sacramentalización propio de Dios que hace que estos dos “momentos” (el agua, el pan y el vino) tengan una definida densidad teológica y espiritual. En otras palabras, que Dios pueda hacerse “carne” en medio de nosotros. […] basta afirmar esta noción de qué realidades pertenecientes al ámbito de lo “natural” –palabras, agua, pan y vino, comunidad de personas- se constituyen en vehículos no sólo de una significación trascendente, sino en su misma representación temporal. La gracia siempre se manifiesta a través de una realidad terrena como ha sido la humanidad de Cristo, la sustancia finita de los sacramentos, o los frágiles lazos humanos de una comunidad.

Marc Chagall (1887-1985). Job orando, 1960.

2. El “servicio” de los creyentes

Hasta aquí, lo que hemos denominado el “servicio” divino, esta oferta de salvación que Dios renueva constantemente con nosotros y a partir del cual contemplamos al universo como una grandiosa composición del Creador. Pero habíamos dicho que el momento cúltico también involucra el “servicio” de los creyentes, es decir, su respuesta a lo que Dios ha hecho y promete. Es interesante que si bien la idea de servicio denota en principio actividad, la primera cosa que debemos notar es un acto de pasividad, o mejor aún, de “pasividad activa”. El primer acto de servicio es, precisamente, dejar que el mensaje se encarne en nosotros. Participamos de lo que se nos dice dejando que se haga en nosotros lo que se dice. Recordamos una de las peticiones del Padrenuestro: “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…”. Esta aparente pasividad por parte de la criatura recrea nuestra condición primigenia, es decir, nuestra total pasividad en el mismo acto de la creación. Se trata de dejar a Dios reconociéndonos como criaturas frente a la realidad suprema de su santidad.

Indudablemente hay un aspecto terrorífico ante la posibilidad de que Dios sea Dios ya que, si esto es llanamente así, su majestad y magnificencia podría aniquilar a la criatura. Para tener una idea de lo que estamos hablando baste recordar las discusiones actuales de muchos astrofísicos sobre la dimensión y profundidad inmensurable del universo. ¿Qué es la criatura humana?, ¿No es la vida, y más aún, la vida inteligente, solamente un producto del azar? Peor todavía, si existe un ser supremo, ¿Quién nos asegura que no sea como un niño que construye castillos de arena para luego divertirse destruyéndolos?

El libro de Job, en el Antiguo Testamento, ya planteaba en forma muy clara este sentido sobrecogedor que despierta a la conciencia en el momento de comprender lo que significa ser una criatura. Desde la tormenta y con un tono desafiante Dios interroga a Job desnudando el abismo que separa a la criatura del creador:

¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra?
Indícalo si sabes la verdad.
¿Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabrías?
¿Quién tiró el cordel sobre ella?
¿Sobre qué se afirmaron sus bases?
¿Quién asentó su piedra angular,
entre el clamor a coro de las estrellas del alba
y las aclamaciones de todos los Hijos de Dios?
¿Quién encerró el mar con doble puerta,
cuando del seno materno salía borbotando;
cuando le puse una nube por vestido
y del nubarrón hice sus pañales;
cuando le tracé sus linderos
y coloqué puertas y cerrojos?
Llegaras hasta aquí, no más allá —le dije-
Aquí se romperá el orgullo de tus olas (Job 38:4-11)

El teólogo peruano Gustavo Gutiérrez (1928-) comenta este pasaje caracterizándolo como una embestida contra el sentido “utilitarista” (poner la utilidad por encima de toda otra consideración) de Job, y los humanos en general. Es un cuestionamiento a la creencia de que todo fue hecho en función de las necesidades propias, en función de la satisfacción humana. Pero después de las preguntas de Dios, después de su velada acusación, Job vuelve a “su lugar”, a su condición de criatura dentro de la vasta sinfonía del universo. Y es desde este sentido de sobrecogimiento que Job confiesa, frente a la majestad divina, su pequeñez y su arrepentimiento. Lo hace -vale la pena remarcarlo- a partir de un convencimiento y admisión interior, y no desde un mero colapso y sumisión ante un poder superior e intimidante. 

El ejemplo de Job sirve para ilustrar que el reconocimiento de ser criaturas, de dejar a Dios ser Dios, no implica una mera sumisión irracional frente a la fuerza bruta e incomparable de un ser superior, sino por el contrario, discernir el lugar que tenemos como criaturas humanas en un proyecto divino que nos incluye dentro de un despliegue que trasciende la historia humana. No es el terror sino el sobrecogimiento y la fascinación que surgen en nuestra conciencia ante su grandeza y santidad, pero también ante su misericordia y gratuidad. Por ello confesarnos como criaturas implica entrar en una relación de correspondencia con nuestro creador, someternos a sus designios porque allí es donde se encuentra nuestra realización como criaturas y personas. Y cuando esto sucede es señal también de que comenzamos a entrar en una nueva relación con nuestro prójimo y con toda la creación.

Extraído de:

Nancy Bedford y Guillermo Hansen (2008). “Nuestra fe, una introducción a la teología cristiana”. Capitulo II, Páginas 27 a 32. Buenos Aires: Publicaciones Educa B.